El 2 de noviembre, día de muertos, vivimos un viaje a través de las tradiciones de México en la cafetería de PEGL. Los alumnos de las clases de Historia del Arte y Apreciación Estética presentaron un espectáculo que terminó con una deliciosa merienda a base de pan de muerto, para seguir con el ambiente festivo de las fechas.
El Día de Muertos es una celebración mexicana de origen prehispánico que honra a los difuntos el 2 de noviembre, comienza el 1 de noviembre, y coincide con las celebraciones católicas de Día de los Fieles Difuntos y Todos los Santos. Es una festividad mexicana y centroamericana, se celebra también en muchas comunidades de Estados Unidos, donde existe una gran población mexicana y centroamericana. La UNESCO ha declarado esta festividad como Patrimonio de la Humanidad. El Día de los Muertos es un día festejado también en el Brasil, como Día dos Finados.
Los orígenes de la celebración del Día de Muertos en México son anteriores a la llegada de los españoles. Hay registro de celebraciones en las etnias mexica, maya, purépecha, nahua y totonaca. Los rituales que celebran la vida de los ancestros se realizan en estas civilizaciones por lo menos desde hace tres mil años. En la era prehispánica era común la práctica de conservar los cráneos como trofeos y mostrarlos durante los rituales que simbolizaban la muerte y el renacimiento.
El festival que se convirtió en el Día de Muertos era conmemorado el noveno mes del calendario solar mexica, cerca del inicio de agosto, y era celebrado durante un mes completo. Las festividades eran presididas por la diosa Mictecacíhuatl, conocida como la “Dama de la Muerte” y esposa de Mictlantecuhtli, Señor de la tierra de los muertos. Las festividades eran dedicadas a la celebración de los niños y las vidas de parientes fallecidos.
Para los antiguos mexicanos, la Muerte no tenía las connotaciones morales de la religión católica, en la que las ideas de infierno y paraíso sirven para castigar o premiar. Por el contrario, ellos creían que los rumbos destinados a las almas de los muertos estaban determinados por el tipo de muerte que habían tenido, y no por su comportamiento en la vida.
De esta forma, las direcciones que podrían tomar los muertos son:
El Tlalocan o paraíso de Tláloc, dios de la lluvia. A este sitio se dirigían aquellos que morían en circunstancias relacionadas con el agua: los ahogados, los que morían por efecto de un rayo, los que morían por enfermedades como la gota o la hidropesía, la sarna o las bubas, así como también los niños sacrificados al dios. El Tlalocan era un lugar de reposo y de abundancia. Aunque los muertos eran generalmente incinerados, los predestinados a Tláloc eran enterrados, como las semillas, para germinar.
El Omeyocan, paraíso del sol, presidido por Huitzilopochtli, el dios de la guerra. A este lugar llegaban sólo los muertos en combate, los cautivos que eran sacrificados y las mujeres que morían en el parto. Estas mujeres eran comparadas a los guerreros, ya que habían librado una gran batalla, la de parir, y se les enterraba en el patio del palacio, para que acompañarán al sol desde el cenit hasta su ocultamiento por el poniente. Su muerte provocaba tristeza y también alegría, ya que, gracias a su valentía, el sol las llevaba como compañeras. Dentro de la escala de valores mesoamericana, el hecho de habitar el omeyocan era un privilegio.
El Omeyocan era un lugar de gozo permanente, en el que se festejaba al sol y se le acompañaba con música, cantos y bailes. Los muertos que iban al Omeyocan, después de cuatro años, volvían al mundo, convertidos en aves de plumas multicolores y hermosas.
Morir en la guerra era considerada como la mejor de las muertes por los aztecas. Por incomprensible que parezca, dentro de la muerte había un sentimiento de esperanza, pues ella ofrecía la posibilidad de acompañar al sol en su diario nacimiento y trascender convertido en pájaro.
El Mictlán, destinado a quienes morían de muerte natural. Este lugar era habitado por Mictlantecuhtli y Mictacacíhuatl, señor y señora de la muerte. Era un sitio muy oscuro, sin ventanas, del que ya no era posible salir.
El camino para llegar al Mictlán era muy tortuoso y difícil, pues para llegar a él, las almas debían transitar por distintos lugares durante cuatro años. Luego de este tiempo, las almas llegaban al Chignahuamictlán, lugar donde descansaban o desaparecían las almas de los muertos. Para recorrer este camino, el difunto era enterrado con un perro, el cual le ayudaría a cruzar un río y llegar ante Mictlantecuhtli, a quien debía entregar, como ofrenda, atados de teas y cañas de perfume, algodón (ixcátl), hilos colorados y mantas. Quienes iban al Mictlán recibían, como ofrenda, cuatro flechas y cuatro teas atadas con hilo de algodón.
Por su parte, los niños muertos tenían un lugar especial, llamado Chichihuacuauhco, donde se encontraba un árbol de cuyas ramas goteaba leche, para que se alimentaran. Los niños que llegaban aquí volverían a la tierra cuando se destruyese la raza que la habitaba. De esta forma, de la muerte renacería la vida.
Los entierros prehispánicos eran acompañados de ofrendas que contenían dos tipos de objetos: los que, en vida, habían sido utilizados por el muerto, y los que podría necesitar en su tránsito al inframundo. De esta forma, era muy variada la elaboración de objetos funerarios: instrumentos musicales de barro, como ocarinas, flautas, timbales y sonajas en forma de calaveras; esculturas que representaban a los dioses mortuorios, cráneos de diversos materiales (piedra, jade, cristal), braseros, incensarios y urnas.
Las fechas en honor de los muertos son y eran muy importantes, tanto, que les dedicaban dos meses. Durante el mes llamado Tlaxochimaco, se llevaba a cabo la celebración denominada Miccailhuitntli o fiesta de los muertitos, alrededor del 16 de julio. Esta fiesta iniciaba cuando se cortaba en el bosque el árbol llamado xócotl, al cual le quitaban la corteza y le ponían flores para adornarlo. En la celebración participaban todos, y se hacían ofrendas al árbol durante veinte días.
En el décimo mes del calendario, se celebraba la Ueymicailhuitl, o fiesta de los muertos grandes. Esta celebración se llevaba a cabo alrededor del 5 de agosto, cuando decían que caía el xócotl. En esta fiesta se realizaban procesiones que concluían con rondas en torno al árbol. Se acostumbraba realizar sacrificios de personas y se hacían grandes comidas. Después, ponían una figura de bledo en la punta del árbol y danzaban, vestidos con plumas preciosas y cascabeles. Al finalizar la fiesta, los jóvenes subían al árbol para quitar la figura, se derribaba el xócotl y terminaba la celebración. En esta fiesta, la gente acostumbraba colocar altares con ofrendas para recordar a sus muertos, lo que es el antecedente de nuestro actual altar de muertos.
Cuando llegaron a América los españoles en el siglo XVI, se aterraron por las prácticas, y en un intento de convertir a los nativos del nuevo mundo, hicieron coincidir las festividades católicas del Día de todos los Santos y Todas las Almas. Los españoles combinaron sus costumbres con el festival similar mesoamericano, creando un sincretismo religioso, dando lugar al actual Día de Muertos
actualidad
Actualmente el concepto que se guarda es que es el tiempo en que las almas de los parientes fallecidos regresan a casa para convivir con los familiares vivos y para nutrirse de la esencia del alimento que se les ofrece en los altares domésticos.
La celebración del Día de Muertos, como se le conoce popularmente, se practica a todo lo largo de la República Mexicana. En ella participan tanto las comunidades indígenas, como los grupos mestizos, urbanos y campesinos.
Según la creencia del pueblo, el día primero de noviembre se dedica a los “muertos chiquitos”, es decir, a aquellos que murieron siendo niños; el día dos, a los fallecidos en edad adulta. En algunos lugares del país el 28 de octubre corresponde a las personas que murieron a causa de un accidente. En cambio, el 30 del mismo mes se espera la llegada de las almas de los “limbos” o niños que murieron sin haber recibido el bautizo.
Elementos esenciales de una ofrenda familiar y su significado
EL ALTAR: El altar se eleva en el santuario familiar, en la parte más importante de la casa. Es una mesa en la que se deposita: pan, vino, agua, comida, sal, cirios, incienso, juguetes, dulces, frutas de temporada, veladoras y demás elementos que constituyen la ofrenda que brindan los familiares a las ánimas.
EL RETABLO: Empotradas en la pared, junto al altar, figuran imágenes de santos y una cruz, que representa la resurrección y la vida.
EL AGUA: Representa el principio de la vida, purifica y lava.
EL INCIENSO: Se utiliza como medio de unirse a Dios con la oración.
LA SAL: Representa que nosotros algún día nos convertiremos en sal.
El pan es uno de los alimentos siempre presentes en la ofrenda. En estas fechas se prepara el llamado pan de ofrenda o pan de muerto, hecho con harina de trigo, azúcar, huevos, anís y levadura; los expertos panaderos mexicanos le dan forma redonda, lo adornan con figuras de huesos cruzados y lo espolvorean con azúcar.
Hay muchos otros panes que se elaboran con motivo de esta festividad. En Chiapas se acostumbran los turuletes, bizcochitos similares a un polvorón. En el istmo son muy famosos los marquesotes preparados con manteca y canela; en Puebla se acostumbran los tlacotonales, pan redondo con figura de muñeco que lleva grageas y sal. En Tlaxcala se prepara el pan totepo, redondo y pequeño, con protuberancias en medio, o pan de ánimas, en forma de lenguas, blanco y colorado. En Michoacán se hace el pan de hule, que es moreno, redondo, alargado, en forma de colchón, y lleva en la superficie dedicatoria, a manera de broma, al esposo, al novio, a la suegra. En Veracruz se hace la torreja; en este caso, varias rebanadas de bollos dorados en aceite van a dar una cazuela cubierta con miel, pasitas , nueces, almendras, piñones y queso, para luego bañarlos con una miel espesa de piloncillo, canela, pimienta y anís. En Oaxaca los panaderos tienen moldes para hacer las caras, manos y pies de las ánimas, y sus panes los llaman las regañadas.
Gran parte de la ofrenda se concentra en los dulces que se preparan para la ocasión. Los dulces de muertos pueden ser de azúcar, alfeñique, amaranto, pepita de calabaza, chocolate, higos, biznagas, tejocotes, caña, guayaba, etc. Es muy común hacer la calabaza en tacha, preparada en grandes trozos, y a la que se echa en miel de caña hirviente con canela. En Puebla y Guanajuato se hacen los alfeñiques con azúcar, clara de huevo, gotas de jugo de limón y una planta que se llama chaucle; moldeados con las manos, se les da forma de puercos, perros, leones y otros animales, o de frutas y alimentos, y se tiñen de colores para hacerlos más vistosos.
Otros manjares que se colocan en la ofrenda son las frutas de la estación: tejocotes, jícama y plátanos, así como las frutas introducidas por los españoles, como la naranja, las mandarinas, las limas, la caña de azúcar y las manzanas, enriqueciendo la ofrenda indígena.
La bebida
Todo altar de muertos debe incluir las bebidas para saciar la sed del muerto y darle también el gusto de tomar eventualmente un buen trago. La bebida más común es el agua simple y pura, que aparece como ofrenda en distintas culturas del orbe desde tiempos remotos. Entre las bebidas típicas se encuentran las hechas a base de maíz: los diversos atoles a los que se ha incorporado leche, piloncillo, azúcar y canela, que por ser dulces usualmente se encuentran en los altares dedicados a los niños, junto con algún vaso de leche. En el sur del país se toma el pozol hecho de maíz cocido y piloncillo, y en Chiapas el tazcalate, que se compone de maíz, cacao y achiote y se toma fresco. También es común ofrecer a los muertos una buena taza de chocolate.
Las bebidas alcohólicas aparecen constantemente en los altares. En algunas zonas del país se pone pulque, bebida autóctona que se utiliza intensamente desde tiempos prehispánicos en festejos y ceremonias. También hay cerveza, tequila y mezcal, los dos últimos destilados del maguey. En Michoacán toman charanda, ron en Veracruz y comiteco en Chiapas. Los yucatecos ponen xtabentún o carabanchel, que son típicos de la región. En general, se incluye en el altar la bebida preferida del difunto para darle gusto aunque a veces no falta quien se pase de vivo y aproveche la ofrenda para robársela al muerto.
Las flores
La flor típica para ofrendar a los muertos, aunque no la única, es el cempasúchil, flor de la temporada, de color amarillo ardiente, cuyo significado en náhuatl es “ veinte hojas” o “veinte flores”, llamada así por sus numerosos pétalos. Ella aparece en casi todos los altares de muertos en México. Con los pétales del cempasúchil esparcidos en el suelo, del altar a la puerta de la casa se forma un camino, que por su color encendido como el sol sirve para iluminar y orientar el lama del muerto para que no se extravíe.
Actualmente, a lo largo de la República se utiliza una gran diversidad de flores y plantas durante la celebración del Día de Muertos, que también tienen su significado funerario, como la pata de león, la cresta de gallo, las flores de coco, que se usan en Oaxaca, las gladiolas, las flores de pascua y la nube en Puebla. En Tlaxcala, para quienes murieron en accidentes y para los nonatos, se usan claveles, alhelíes y rosas. En Veracruz se acostumbran las cabezonas y la flor de tihuixtle; en el Distrito Federal las gladiolas, los terciopelos y las chaquiras, los zoques adornan sus altares con la flor de seda, que es roja, y otra amarilla que llaman musé; en Chiapas se utilizan rosas, gladiolas, tulipanes, alcatraces, antorchas, margaritas, crisantemos y hortensias.
Las imágenes
Como los altares están dedicados a alguna persona en especial, se suele colocar alguna foto suya. En tiempos recientes, sobre todo en las ciudades, se acostumbra dedicar ofrendas a personajes públicos poniendo sus fotografías, como es el caso de las ofrendas a Diego Rivera, Frida Kahlo o pedro Infante. El altar se acompaña también con imágenes religiosas de santos y vírgenes, según la devoción de cada familia.
Las velas y el incienso
Entre los muchos adornos y elementos que se usan en la ofrenda son indispensables el incienso, el copal y las velas. En los altares indígenas se suele quemar copal en un sahumador, pues se considera que el humo esparcido sube por aire, inundando el espacio entre la tierra y el cielo, logrando así la comunicación con Dios.
De todas las ofrendas, tal vez la más antigua y universal sea la de dar luz o iluminar a los difuntos. Así lo hacían egipcios, romanos y griegos. Para el caso de México, tanto españoles como indígenas realizaban este rito, de manera que actualmente es un elemento central en toda la ceremonia de muertos. Para ello se preparan velas de colores, de formas y tamaños diversos, o veladoras que iluminan el camino de nuestros muertos.
Ofrendas en Huaquechula, Puebla
En la ciudad de Puebla se representa, entre el 1 y 2 de noviembre, uno de los más impresionantes despliegues rituales para honrar a los difuntos en el centro de México.
En esta interesante población indígena, ubicada entre las estribaciones de la Sierra Mixteca y el volcán Popocatépetl, a 45 km al suroeste, la fiesta de muertos es la más importante de Mesoamérica y tiene una raíz fundamentalmente prehispánica, a decir del arqueólogo Eduardo Merlo, experto en el tema.
Se trata de un antiguo rito de cosecha cuyo tiempo de celebración se hizo coincidir, por los frailes españoles, con la de los fieles difuntos del 2 de noviembre en el calendario católico. Pero los muertos conservaron su representación milenaria y han sido el pretexto de la comunidad para fortalecer su identidad y compartir los frutos obtenidos de la tierra. Los difuntos son la semilla de la que ha de germinar simbólicamente la planta de sus descendientes.
Sus ofrendas mortuorias
Éstas definen un peculiar estilo que distingue a Huaquechula de otros lugares en donde se lleva a cabo esta festividad, y es el resultado de fusionar la tradición ornamental prehispánica de la región con la estética de los altares de Jueves Santo de la tradición católica; de ahí su sorprendente aspecto monumental predominantemente blanco. Nos referimos a los altares de “cabo de año”, dedicados a aquellos individuos de la comunidad que fallecieron durante los meses previos a la celebración del primero de noviembre.
Es importante distinguir entre las ofrendas tradicionales y los altares de muerto recientes. Son estos últimos estructuras piramidales de entre tres y cuatro niveles (semejantes a un pastel de bodas) erigidas generalmente en el recibidor de las casas, a donde han de llegar las ánimas para disponer del banquete que se les ofrece.
Los altares están constituidos en:
Primer nivel, que representa el mundo terrenal, en éste se ubica la foto del familiar fallecido reflejada en un espejo, por lo que no se le ve sino indirectamente. Tal disposición recibe diversas interpretaciones. Para algunos lugareños el espejo representa la entrada al más allá, o al inframundo, según la explicación prehispanista de los guías de la localidad.
Queda asumirlo también como la expresión simbólica de eternidad y de aquellos que “fueron pero ya no son”, en palabras del arqueólogo Eduardo Merlo, para utilizar una convencional forma cristiana de aludir a los muertos. En torno a la foto se reparten alimentos y objetos afines al difunto cuando este vivía; así, tenemos frutas, comida variada (no falta el mole) y bebidas tales como tequila y cerveza. La imagen del finado suele estar flanqueada por figurillas de cerámica conocidas como “lloroncitos”, que representan a los deudos sufrientes y cuyo origen también es prehispánico.
De igual forma encontramos canastillas de flores y animalitos de azúcar hechos por la gente del pueblo y a los que se conoce como “alfeñiques”. Dichas figuras, entre las que se aprecian borregos, patos y burritos de delicada factura, se ofrendan especialmente para los llamados “muertos chiquitos”, los niños difuntos a quienes se recuerda especialmente el 31 de octubre. Los panes forman parte importante de la ofrenda, como las infaltables hojaldras pringadas de ajonjolí tostado que representan la calavera cruzada por un par de tibias.
También hay piezas semejantes a un muerto yacente, cubiertas de azúcar colorada que simboliza la sangre (¡riquísimas!), así como otros más en forma de moño que simula una calavera muy simplificada vista de frente. Todos los elementos de azúcar y panadería enriquecieron a las ofrendas durante la Colonia.
El segundo nivel representa el cielo, en donde es posible reconocer angelitos, y a la Virgen María . La tela de satín blanco suele estar dispuesta en forma de caprichosos pliegues que semejan nubes. Con frecuencia se observa la incorporación de elementos diversos de la liturgia católica como el cáliz con la hostia y ceras de diversos tamaños. La modernidad ha llevado a sustituir las velas por luces de neón blancas.
El tercero o cuarto nivel simboliza la cúspide celestial, con la presencia invariable de un crucifijo que preside desde lo alto toda la estructura, rematando un espectáculo visual de indudable belleza.
Los distintos niveles están soportados generalmente por columnas de estilo barroco estípite (pilastra en forma de pirámide truncada, con la base menor hacia abajo). Es admirable el lujo de detalle propio de una mentalidad que adaptó las expresiones plásticas de la herencia colonial para manifestar un abarrocado gusto estético.
Son los “altareros” los encargados de confeccionar la ofrenda. Es a estos especialistas a quienes se contrata para hacer la instalación y en quienes se sedimenta la tradición material de las características formales de estos altares y cuyos precios oscilan entre los 3, 000 y 15,000 pesos, dependiendo del tamaño y la riqueza del ornato.
Ánima sola
No debemos ignorar esta pequeña ofrenda dispuesta por manos caritativas y celosas de la tradición, que suelen colocar altarcitos a escala en los espacios públicos para honrar a aquellos difuntos que no tienen familia que les recuerde. Esta costumbre, ahora poco difundida, cumplía antiguamente la doble función de ofrendar a los muertos olvidados e iluminar la calle en aquellos tiempos en que no había luz eléctrica.
El arribo de los muertos
A las dos de la tarde del día primero suenan las campanas del templo anunciando el arribo de los muertos, los cuales son “guiados” por caminitos de flor de cempasúchil dispuestos desde la base del altar hasta la mitad de la calle. Son los niños quienes arreglan la guía de pétalos y le bañan de agua bendita. Se sahuma con copal e incienso toda la ofrenda, en el interior de la casa, en una ceremonia de raíces prehispánicas y cristianas.
La apertura de las casas para recibir a los muertos también señala el momento en que es posible visitar las ofrendas. Es costumbre presentarse con alguna cera que se coloca al pie del altar, hacer una breve reflexión respetuosa o elevar una plegaria por el difunto. Una vez que el visitante se dispone a salir, el dueño de la casa le invita a “echarse un taquito”. Se estilan el mole y los frijolitos caldosos acompañados de pan blanco y champurrado o chocolate; a veces tamales de masa, arroz o alguna variante del guiso con carne de puerco, dependiendo de las posibilidades económicas de los anfitriones.
Por la tarde continúa la procesión callejera de visitantes. Se trata principalmente de gente de la misma comunidad y de la ciudad de Puebla, muchos de ellos estudiantes; sin embargo, es posible observar la presencia de extranjeros que llegan de sitios tan lejanos como Estados Unidos o Europa.
Durante las primeras horas de oscuridad se acrecienta el mágico efecto lumínico al interior de las casas. Las ceras se han multiplicado y las luces eléctricas, estratégicamente dispuestas, producen una mayor impresión. Los deudos-anfitriones, entre el dolor de la pérdida y el orgullo de presentar el magnífico altar, ofrecen esta vez a los visitantes chocolate con pan hasta bien entrada la noche.
Para el 2 de noviembre el bullicio de la jornada anterior ha disminuido considerablemente, al menos durante la mañana. Los familiares visitan el cementerio desde muy temprano para limpiar y adornar las tumbas de sus muertos con gran variedad de flores: margaritas, gladiolas, crisantemos, nube y cempasúchil, así como laurel y romero. En la breve ceremonia en que se “acompaña” al pariente fallecido, se sahuma con incienso o copal de la misma forma en que antes se ha hecho con la ofrenda. El resultado es un espectacular despliegue de colores y aromas que engalanan el camposanto.
Se da, en fin, en Huaquechula, como en tantas otras poblaciones de México, la hermosa paradoja donde las familias elaboran su duelo mediante una fiesta de gran riqueza sensorial. Se glorifica la vida más de lo que se honra a los muertos. Para quienes se han ido queda el recuerdo y el agradecimiento por nutrir una tierra de la que no se espera más que los abundantes frutos que han de asegurar la subsistencia de una comunidad que se fortalece en la tradición.
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