Miguel Ángel Ferrer. El 19 de enero de 1943, ahora hace ya 69 años, el entonces presidente de la república, el general Manuel Ávila Camacho, creó el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS). El IMSS garantiza, entre otros beneficios, la atención médica integral de sus afiliados, es decir, de todos aquellos trabajadores al servicio de las empresas privadas.
En cuanto a los trabajadores del Estado, el 12 de agosto de 1925 el general Álvaro Obregón promulga la Ley de Pensiones Civiles y de Retiro, antecedente del Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los Trabajadores del Estado (ISSSTE), creado el 1 de octubre de 1960, durante el sexenio del presidente Adolfo López Mateos.
Hoy día todos los estados de la Federación cuentan con instituciones de atención a la salud de sus propios empleados. Y son varios los organismos federales que disponen de entidades de salud para la atención de su personal, como es el caso de Petróleos Mexicanos, y el Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina.
Pero hasta hace pocos años no existía una institución que proporcionara servicios de salud a todas aquellas personas sin un empleo formal en el sector privado o en el Estado. Estos individuos, y sus familias, sólo podían recibir atención médica a expensas de su propio peculio mediante la medicina privada o, también a su propio cargo, luego de un estudio socioeconómico para determinar su capacidad de pago, en las clínicas y hospitales de la Secretaría de Salud.
Para la atención médica de este grupo poblacional, en 2001 se creó el Seguro Popular, un sistema de aseguramiento individual y voluntario de muy bajo costo, que da acceso a muy amplios servicios públicos de salud al afiliado y a su familia. Un equivalente público de cualquier seguro privado de gastos médicos, pero concebido para personas y familias de escasos recursos.
El debate público acerca del Seguro Popular no se da, por supuesto, sobre la pertinencia de su creación. La polémica se encuentra en el ámbito de su eficacia social, demográfica y sanitaria. Por eso me permito contar una interesante historia personal.
Tengo un amigo, médico de profesión, a quien conocí siendo ambos alumnos de la Escuela Nacional de Maestros (ENM), la celebérrima Escuela Normal. Pues bien: al egresar de la Normal, cada quien tomó su camino. Yo me inscribí en la Escuela Superior de Economía (ESE) del Instituto Politécnico Nacional, y mi amigo y colega lo hizo en la Escuela Superior de Medicina (ESM) del propio IPN.
Yo, después de ser profesor de la ESE durante 14 años, y economista de diversas dependencias públicas me dediqué al periodismo, noble tarea en la que sigo empeñado. Mi amigo, de nombre Moisés, fundó un pequeño hospital, una modesta maternidad, en la que practicaba la gineco-obstetricia y, lógicamente, atendía partos a precios muy económicos.
El pasado sábado 10 de diciembre íbamos a comer, con otros compañeros y compañeras de la ENM. Pero Moisés no asistió. Cariñosamente nos preguntamos a qué podría deberse su ausencia. Un amigo muy cercano a Moi nos informó que ese sábado decidió no descansar, para trabajar en su clínica, pues “últimamente el trabajo estaba escaseando”, debido a que mucha gente de recursos limitados, esa que constituía el grueso de sus pacientes, se había afiliado al Seguro Popular, lo que implicaba para Moi menos consultas, menos partos y, consecuentemente, menos ingresos.
Estas palabras constituyeron para mí una dura evidencia del acierto social, demográfico y sanitario que constituyó, y constituye, la nueva institución. Lo lamento, desde luego, por las finanzas personales de mi amigo médico, pero me alegro muchísimo por los millones de beneficiados que ha generado esa brillante idea del Seguro Popular.
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