Notimex. El fantasma del fraude electoral cabalga de nuevo. Las encuestas de las cuatro semanas previas al segundo debate reflejaban un marcado ascenso de la candidatura de Andrés Manuel López Obrador y la caída constante de sus dos oponentes. Había que meterle freno. Aparece la guerra sucia contra El Peligro para México (versión 2.0). La República Amorosa como plataforma ideológica cede. Él endureció el discurso. De vuelta, todos, en 2006.
El más controversial de todos los candidatos a la Presidencia de la República es López Obrador. Casi no deja lugar para las medias tintas: o se le odia o se le ama; o se le teme como si fuera una amenaza comunista en plena guerra fría o se le invoca como un conjuro contra los males acumulados de 83 años de gobiernos corruptos del PRI y del PAN.
¿Por quién van a votar los que no han dicho por quién van a votar? Entre los indecisos y el voto útil, ahí se va la Presidencia. Y eso lo saben los 202 intelectuales, artistas, científicos, escritores, académicos y periodistas que hicieron un llamado a votar por Andrés Manuel López Obrador. Según el desplegado que publicaron el pasado miércoles 20 en La Jornada, es una suerte de reedición del 2000, cuando buena parte de la izquierda votó por Vicente Fox para sacar al PRI de Los Pinos. Ahora, la idea es evitar la restauración autoritaria priísta de la mano de Enrique Peña Nieto. El desplome en las encuestas de la panista Josefina Vázquez Mota dio el aliento a este llamado a la ciudadanía, firmado por Juan Villoro, Lorenzo Meyer, Sara Sefchovich, Damián Alcázar, Carlos Martínez Assad, Axel Didriksson y otras 196 personalidades.
Será casualidad, pero el mismo día que se publicó el desplegado, López Obrador reunió a 10 mil personas en la Macroplaza de Monterrey, corazón del voto de derechas que se han alternado PRI y PAN.
Como si estuviera avisado, un par de días antes de que se hiciera público ese posicionamiento, López Obrador matizó la iniciativa: “Yo no estoy promoviendo lo que llaman el voto útil, no me gusta eso. Este no es un asunto utilitario, yo quiero el voto razonado”, dijo en Querétaro el lunes 18. Al día siguiente del desplegado, tras la concentración regia, el propio candidato del Movimiento Progresista (PRD-PT-Movimiento Ciudadano) se mostró sorprendido por su repunte en el norte del país, donde perdió hace seis años. Aun así, insistió en que prefiere el voto razonado por sobre el voto útil.
La sorpresa, en realidad, no es de ahora. El 3 de mayo, López Obrador colmó el auditorio del Tec de Monterrey. Ahí, la comunidad universitaria lo vitoreó y celebró su presencia, acompañada por empresarios y expanistas (tres egresados del Tec estarán en su gabinete, si es que llegara a ganar). Algunos profesores no daban crédito. “Ni con Josefina”, comentó al reportero uno de ellos ante el desborde de entusiasmo juvenil, contrastado con la visita de la candidata panista al mismo foro, ocho días antes, en el que fue varias veces interpelada. Cerca de 2 mil muchachos hicieron largas filas para entrar al Auditorio Luis Elizondo y escuchar durante casi una hora la cantaleta del candidato de las izquierdas. Faltaban ocho días para que el priista Peña Nieto provocara la indignación estudiantil en la Ibero y diera paso al #Somos131 que habría de extenderse al resto del país en forma de #YoSoy132.
La paradoja del sistema es que quienes tienen en sus manos impedir el regreso del PRI son los nacidos durante el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, el villano favorito de López Obrador, quien ha logrado atraer a las generaciones de relevo priistas y panistas. Así, lo mismo se ha visto al hijo de Jorge Hank Rhon, exalcalde de Tijuana, y nieto de Carlos Hank González, extinto cabeza del Grupo Atlacomulco, un símbolo del poder priista (presente en el mitin del 1 de mayo en Tijuana), que al hijo del exgobernador panista de Nuevo León Fernando Canales Clariond (uno entre tantos que le aplaudieron dos días después en el Tec de Monterrey).
Pero también ahuyenta a quienes no les cayó tan bien que hace seis años mandara al diablo a las instituciones, que no reconociera el resultado oficial de los comicios, que montara un plantón en el Paseo de la Reforma (el corazón financiero del país), que llamara espurio a Felipe Calderón y que se autoerigiera como “presidente legítimo”. Eso y más (como la corrupción circundante durante su gestión como jefe de Gobierno del DF, ejemplificada por René Bejarano, El Señor de las Ligas) le restregaron unos 400 estudiantes en la Universidad Anáhuac del Norte, el 28 de marzo, ante quienes insistió en que en 2006 le robaron la Presidencia. La queja genera risas y burlas.
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Las encuestas son fotos movidas de la realidad, instantáneas borrosas que invitan a adivinar el futuro, quiromancia política que a veces no pasa de profecías fallidas. Eso fue 2006, desde la enorme ventaja con que arrancó la campaña de López Obrador hasta llegar a su noche triste, al increíble 0.56 por ciento que lo derrotó, haiga sido como haiga sido. Ahora, desde un lejano tercer lugar, ha debido remontar a contrapelo hasta ponerse a tiro de voto de Peña Nieto, según los sondeos más optimistas o pesimistas, depende quien los mire. Y de nuevo los sentimientos encontrados, pronósticos y deseos que no coinciden en torno de una abstracción, una apuesta por un verdadero cambio que, sin embargo, es más presunción que certeza.
No es gratuito. En 2006, entre sus propios errores de estrategia y la feroz campaña mediática en su contra, su capital político se desvaneció en cuestión de semanas, votos reales perdidos. Sobrevivió el electorado duro, algo así como el 15%. ¿Cómo recuperar a las clases medias que, de la mano de la televisión, aprendieron a desconfiar de él? La República Amorosa que plantea López Obrador es el intento retórico de acercarse de nuevo al cielo.
Mientras, el discurso suele demorarse en el sermón: “Cuando hablamos de una república amorosa, con dimensión social y grandeza espiritual, estamos proponiendo regenerar la vida pública de México mediante una nueva forma de hacer política, aplicando en prudente armonía tres ideas rectoras: la honestidad, la justicia y el amor. Honestidad y justicia para mejorar las condiciones de vida y alcanzar la tranquilidad y la paz pública; y el amor para promover el bien y lograr la felicidad”. López Obrador disputa no sólo los votos, sino las almas, y a ratos la campaña toma el cariz de una cruzada: el centro del problema, dice, es que sin un ideal moral, no se podrá transformar a México.
El discurso también tiene su antídoto contra escépticos de la moral: “Quienes piensan que este tema no corresponde a la política, olvidan que la meta última de la política es lograr el amor, hacer el bien, porque en ello está la verdadera felicidad”. Ahí están como prueba las constituciones de Estados Unidos y de Francia, que invocan a la felicidad como fin supremo de la sociedad. Ahí está la Constitución de Apatzingán, que en 1814 estableció el derecho del pueblo a la felicidad. Lástima que las constituciones liberales posteriores lo omitieron. Aun así, López Obrador apela a convicciones sicológicas y culturales: el amor como posibilidad de ser el prójimo, uno en los demás. Sociedad.
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La violencia que envuelve al país exhibe la gran vulnerabilidad de un régimen agotado y la urgencia de un nuevo pacto social ante la inminencia de una transición abortada. Frente al reto, López Obrador oscila entre las promesas del paraíso en la tierra (o al menos el purgatorio asistencial, que es mejor que el infierno del sexenio que termina) y la posibilidad de una refundación del Estado. La República Restaurada.
A lo largo de una campaña que ha durado seis años, en la que ha recorrido los 2 mil 456 municipios del país, el exjefe de Gobierno capitalino ha construido el Movimiento Regeneración Nacional, la plataforma de siglas guadalupanas (Morena) que impulsó su segunda candidatura presidencial y es al mismo tiempo la estructura antifraude con la que pretende vigilar el 100 por ciento de las casillas electorales este próximo domingo 1 de julio. El gabinete presentado en el segundo debate es un aval técnico, político y moral al proyecto lopezobradorista.
Pero en su afán por quedar bien con dios y con el diablo, el candidato liberal del discurso cuasi decimonónico ha llegado a olvidarse por un momento de Benito Juárez, su prócer favorito (cuya imagen lo enmarca desde hace años en sus conferencias de prensa), para asistir a la misa oficiada el 26 de marzo por Joseph Ratzinger, el papa Benedicto XVI, en Silao, Guanajuato, seis días antes de iniciar formalmente las campañas presidenciables. Una homilía de reconciliación y unidad, la llama López Obrador. Ahí se encuentra con Calderón, con Peña Nieto y con Vázquez Mota. Vicente Fox le suelta un “Quihúbole” al tiempo que le da una palmada en la espalda que lo sobresalta. Él responde con un saludo seco y formal.
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AMLOVE es un sentimiento proclamado en busca de ciudadanos, patriotas y amantes (románticos de la política, pues) que legitimen la subjetividad. Los trabajadores, los comerciantes, los desempleados, los viejos, los jodidos, los que ya les queda muy poco que perder están ahí, como si en un mitin pudieran romper con el fatalismo que los ha marcado por generaciones. Sin embargo, necesita también a los factores reales de poder que lo validen a los ojos de las élites. Por eso acude a empresarios que quedaron fuera del reparto panista, como Alfonso Romo, el capitán de industria regiomontano que en 2006 creía que el candidato del PRD a la Presidencia de la República “era un rijoso de los 70”, y hoy es la llave de acceso a los dueños del capital, ante quienes dice que el verdadero peligro para México es Enrique Peña Nieto.
El candidato del Movimiento Progresista va precisamente contra la estrategia de las apariencias de Peña Nieto y el PRI, y también contra el poder prestado al PAN y su candidata Vázquez Mota. Pero él mismo no acaba de definir su perfil ante la ciudadanía. Elude la confrontación en los debates pero retoba ante la campaña sincronizada del PRI y del PAN que de nuevo, como en 2006, lo sataniza. La gran diferencia: Televisa le abre las puertas del programa Tercer Grado, aunque sea sólo para exhibirlo. El revire es implacable: “La casa juega”, les restriega López Obrador en su cara, al aire, en prime time.
Ante el acoso de los conductores de Televisa, a nadie escapa que ahí, por primera vez, llama “presidente” a Felipe Calderón.
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López Obrador muestra más alma de prócer que de estadista, es más un caudillo mesiánico que dirigente político, más respuesta a las plegarias que sendero democrático.
La exageración, que en el arte es licencia liberadora de comportamientos individuales, en propaganda es un recurso para apresar esperanzas condicionadas a las conductas colectivas esperadas. Así, López Obrador no hace distingos a la hora de señalar a sus enemigos: “Son lo mismo”, suele repetir cuando se refiere al PRI y al PAN. “Son lo mismo”, parece decir de todo aquél que se le oponga, particularmente la prensa.
Esa rijosidad y sus incongruencias las plasmó Javier Sicilia en aquel encuentro con los cuatro candidatos en el Alcázar del Castillo de Chapultepec, el 28 de mayo:
“Para muchos, usted, señor López Obrador, significa la intolerancia, la sordera, la confrontación –en contra de lo que pregona su República Amorosa– con aquellos que no se le parecen o no comparten sus opiniones; significa el resentimiento político, la revancha, sin matices, contra lo que fueron las elecciones del 2006, el mesianismo y la incapacidad autocrítica para señalar y castigar las corrupciones de muchos miembros de su partido que incluso, contra la mejor tradición de la izquierda mexicana, no han dejado de golpear a las comunidades indígenas de Chiapas y de Michoacán o a los estudiantes Guerrero. Significa también la red de componendas locales con dirigentes que años atrás reprimieron a quienes buscaban un camino democrático, el señor Bartlett es sólo la punta del iceberg.”
Pese a todo, la desconfianza de López Obrador en las instituciones democráticas mexicanas no solamente es producto de su bipolaridad política (creo en lo que me favorece, al diablo con todo aquello que me contradiga). Aun cuando a veces parece fundada apenas en sus propias percepciones, hay análisis que documentan el pesimismo: el Democracy Improvement Ranking 2011 coloca a México en el sitio 107 de 110 países estudiados, apenas arriba de Honduras, Madagascar y Níger.
Por eso no debe sorprender que el movimiento #YoSoy132 catalice el desencanto de los jóvenes universitarios ante un futuro que –a los más– no les ofrece sino incertidumbre, la promesa de la nada. El grito surge de universidades privadas y encuentra el eco natural en las universidades públicas. Jóvenes que se identifican no en el costo de la matrícula, sino en el repudio a la política y a sus operadores, su rechazo al poder como administrador de la miseria. A su manera, ellos también han mandado al diablo a las instituciones, usurpadas por las televisoras. ¿Por quién irán a votar los que ya no creen en nadie?
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