Existe un extraño síndrome llamado CIPA (siglas en inglés de Insensibilidad congénita al dolor con anhidrosis) que apenas afecta a una de cada 100 millones de personas en todo el mundo y se caracteriza porque impide sentir dolor. Hasta la década de los 70, los expertos pensaban que la insensibilidad al dolor se debía a una hiperproducción de endorfinas, un relajante natural que en exceso deja al organismo totalmente dopado. Pero la explicación no resultaba del todo convincente, y en caso de ser cierta el problema debería poder corregirse administrando naloxona, una sustancia que bloquea las endorfinas y otros anestésicos como la morfina. La experiencia demostró que este remedio no funcionaba.
La respuesta al origen de la CIPA la hallaron finalmente Geoffrey Woods y sus colegas del Hospital Addenbrooks de Cambridge (Gran Bretaña) estudiando el ADN de la familia del “niño faquir”, apodo con el que se conocía a un pequeño artista callejero pakistaní capaz de caminar sobre ascuas ardiendo y clavarse cuchillos en los brazos sin inmutarse. En seis de sus parientes identificaron la misma insensibilidad al dolor que originaba el “talento” del muchacho, y que les había dejado huella en forma de heridas infantiles y laceraciones en los labios y la lengua, así como fracturas óseas mal curadas. La causa, según descubrió Woods, era un problema genético, concretamente una mutación en el gen SCN9A del cromosoma 2, que codifica parte del canal de sodio que regula la transmisión del impulso nervioso en las neuronas encargadas de captar los estímulos dolorosos. Sin él, las vías de comunicación entre los sensores del dolor y el cerebro están bloqueadas, por lo que resulta imposible percibir ni la más mínima dolencia.
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