Entre nuestros ancestros, aquellos homínidos “danzarines” que eran capaces de coordinar con elegancia sus movimientos corporales durante los bailes rituales obtuvieron algún tipo de ventaja evolutiva frente a quienes contaban con “dos pies izquierdos”, según concluían Marcel Zentner y sus colegas de la Universidad de York, que hace poco publicaron un estudio sobre la predisposición innata al baile en humanos en la revista PNAS.
Estudios genéticos posteriores parecen apoyar su hipótesis. Concretamente, una investigación dada a conocer en PLoS Genetics en la que se comparaba el ADN de bailarines experimentados con el de personas que nunca habían practicado la danza reveló que solo los primeros mostraban diferencias importantes en dos genes asociados con las habilidades sociales y la capacidad de comunicación. Además, en la sangre de los profesionales de la danza se detectaron niveles de serotonina y de hormona arginina-vasopresina más altos. Todo apunta a que no es casualidad que estas dos sustancias estén vinculadas tanto al baile como al bienestar, el buen humor, la destreza para la comunicación y la afectividad.
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