EFE. Hace un siglo que Edith Piaf llegó al mundo, en el número 72 de la calle de Belleville, según la leyenda que ella misma alimentó, o en el hospital Thenôn de París, como prueba su acta de nacimiento.
Sea cual fuera el punto exacto que la vio nacer, no hay duda de que el 19 de diciembre de 1915 marcó el inicio de la biografía de una cantante enorme atrapada en un cuerpo minúsculo, de solo 1,47 metros: Édith Giovanna Gassion.
Más tarde le llegaría el sobrenombre artístico de “Piaf”, que en argot francés significa “gorrioncillo”.
Hija de un acróbata y de una obrera de la canción de origen italiana, sus 47 años de vida estuvieron magullados por la sordidez y la necesidad, incluso en sus días de gloria, cuando toda Francia y medio mundo se emocionaba al son de “Milord” o “La Vie en Rose”.
La infancia de Édith Piaf transcurrió entre la miseria, la enfermedad, los prostíbulos que regentaba su abuela y los circos ambulantes donde trabajaba su padre, quien la crió cuando se ausentó su madre.
A los 14 años cambió el hogar familiar por los cabarés de Pigalle y, todavía adolescente, dio a luz a su única hija, Marcelle, que murió por una meningitis a los dos años y medio.
Su primer éxito le llegó cuando tenía 20 años, gracias al empresario Louis Leplée, quien la bautizó como “La Môme Piaf” (“La Muchacha Gorrioncillo”) y le ayudó a grabar su primer disco. Pero el extraño asesinato de su mentor volvió a empujarla a los desfiladeros de la miseria.
Entonces conoció a dos de las personas que más marcarían la vida artística y personal de la diva de la “chanson française”: el compositor Raymond Asso, su nuevo mentor y amante, y la pianista Marguerite Monnot, que le acompañaría durante toda su carrera.
Por fin Piaf saboreaba el éxito que tanto se le había resistido, amplificado tras la Segunda Guerra Mundial como símbolo de la Resistencia -sin demasiados méritos- para una Francia que necesitaba recuperar el orgullo perdido al claudicar ante la Alemania nazi.
En 1946 grabó “La Vie en Rose”, probablemente la gran canción de su vida y la melodía que recientemente ha servido de banda sonora para muchos de los homenajes a las víctimas de los atentados yihadistas del 13 de noviembre en París, que dejaron 130 muertos.
Una canción parisina transportada en una voz que resiste al paso de “los años, las décadas y sobre todo las fronteras”, explica a Efe Robert Belleret, autor de la biografía “Piaf, un mythe français”.
Pero la tragedia nunca se despegó de Édith Piaf, que un par de años después conoció en Nueva York al boxeador Marcel Cerdán, de quien se enamoró locamente y que falleció un año después en un accidente de avión. A él le escribió “Hymne à l’amour”.
Convertida en una estrella internacional en los cincuenta, se casó con el cantante Jacques Pills y se lanzó al amor furtivo con Charles Aznavour y Georges Moustaki, mientras multiplicaba las curas de desintoxicación para desengancharse de la morfina.
Su diminuto y delicado cuerpo, maltratado por una vida montada en un carrusel de necesidad y exceso, empezó a encajar mal las embestidas de la vida y en 1960 los médicos le recetaron que dejara los escenarios.
Pero Piaf prefería morir a dejar de cantar, o sabía que moriría si no podía cantar, que es casi lo mismo, y en 1961 ofreció un histórico concierto para sacar de la ruina al legendario Teatro Olympia de París.
Ante los ojos amigos de Alain Delon, Louis Armstrong, Paul Newman, George Brassens, Duke Ellington o Jean-Paul Belmondo, Piaf estrenó “Je ne regrette rien” (No me arrepiento de nada), emocionando a un auditorio con un canto hedonista empapado de alcohol, pasiones y opiáceos.
Poco después se casó con el cantante Théo Sarapo, veinte años más joven, y el 10 de octubre de 1963 falleció en una casa de campo en la localidad mediterránea de Grasse.
Su cuerpo fue trasladado en secreto a París, donde al día siguiente se anunció que había muerto, siguiendo los deseos de Piaf. Flanqueado por medio millón de admiradores, su féretro atravesó la capital francesa hasta llegar al cementerio de Père Lachaise, donde reposan sus restos.
No muy lejos de su tumba, en el mismo barrio de París que la vio nacer, hay ahora una pequeña plazuela con su nombre donde una estatua de bronce la recuerda con los brazos extendidos hacia un cielo que tanto le costó conquistar.
Un siglo después de su nacimiento en la peana de la efigie suelen sentarse cada día varios mendigos a compartir algo de vino y bastante de la escasez que marcó la vida de Édith Piaf.
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