Redacción. Como medida improvisada para evitar orines y zurradas masivas, los administradores de la fortaleza de San Juan de Ulúa, en Veracruz, colocaron rejas de madera frente a celdas o estancias donde estuvieron personajes históricos como Fray Servando Teresa de Mier y Benito Juárez. Venustiano Carranza las usó como sede de gobierno.
Se había vuelto común entre visitantes o turistas las deposiciones furtivas en estos rincones oscuros y alejados de la entrada y de la vista de los escasos vigilantes del lugar. Con vallas, aminoraron las pestilencias pero aún los retorcijones y demás apremios urinarios causan estragos…
—Mami, me anda del baño
—se escucha la voz de un niño de unos nueve o diez años muy cerca de la mazmorra donde Juárez permaneció encerrado once días antes del exilio ordenado por el dictador Antonio López de Santa Anna.
—¿Ya no te aguantas? -se altera la madre.
—Es que ya me duele…
—Pues haz ahí.
—¿Dónde?
—Ahí, tras la rejita, un salto rápido y listo…
Aunque para llegar al baño se necesitan dos o tres minutos, predomina el desprecio por este sitio nombrado en 1963 patrimonio histórico de la nación y etiquetado como museo, en el papel un blindaje en contra de los intentos de algunos sectores por destruirlo con el argumento de que obstaculizaba el crecimiento del puerto veracruzano. Con el paso de los años, el fantasma aún ronda.
“Son ya varios espacios cerrados porque la gente los agarró de sanitarios, pero las protecciones son provisionales y fáciles de burlar; en el fondo se respira un menosprecio a nuestros orígenes y a lo que somos como mexicanos, a nuestra identidad”, dice Marcela Hernández, una de las guías certificadas por la Secretaría de Turismo.
—¿De quién depende el fuerte?
—Del INAH, pero dicen que no hay presupuesto para vigilancia. Anda por ahí uno que otro guardia, son insuficientes y más cuando es tiempo de vacaciones: entran más de 5 mil personas al día, y los problemas se multiplican.
—¿Cuáles?
—No sólo utilizan los cuartos como letrinas, también rayan y destrozan paredes. No hay conciencia de la cultura nacional: creen que pueden usar los pasillos o las áreas de descanso como campamentos. Llegan los autobuses y las familias se ponen a comer como si estuvieran en un parque público y no en un museo; dejan un basurero.
—Eso debería estar prohibido…
—Pero no hay un reglamento interno, o al menos nadie lo conoce. La administración está conformada por empleados a los que les asignaron o heredaron una plaza, y que desdeñan el valor de la historia.
RASTROS. Las incidencias fecales y demás expulsiones del riñón representan una arista apenas del descuido de este San Juan de Ulúa de placas enrevesadas y letreros mutilados, donde es casi imposible conocer los detalles históricos sin ayuda de un guía. Como ocurre en la Casa de Cortés -en el municipio de La Antigua, un caso relatado en días pasados por Crónica—, abundan aquí las expresiones violentas: pintas, fracturas, marcas, pegotes, raspones y otros ataques con sustancias artificiales u objetos cortantes. Los expertos hablan de más de mil 500 rastros vandálicos.
En vano los avisos: “¡Favor de no rayar¡”.
Para resguardar los galeones españoles, el primer muro de la fortaleza —en la isla del mismo nombre— comenzó a levantarse en 1525 con una amalgama de corales y piedras de mar, las cuales se duelen hoy no sólo del impacto de los siglos sino del asalto de intrusos. Su construcción fue paulatina, aunque desde los primeros años se mantuvo en servicio: tardó 250 años. Sirvió como primer puerto, entrada principal a la Nueva España; como bodega de los grandes tesoros conquistados, hospital, prisión, arsenal nacional e incluso sede del ejecutivo federal durante el mandato de Carranza.
“La gente no entiende, en especial los jóvenes o chamacos que piensan que estas paredes son como cuadernos viejos”, dice don Arturo, uno de los custodios. Por órdenes del Instituto Nacional de Antropología e Historia fue contratado un endeble equipo de seguridad privada.
—¿Qué hacen cuando detectan un acto de vandalismo, cuál es el protocolo?
—Pues claro que les llamamos la atención, pero la mayoría de las veces lo hacen a escondidas.
—¿Sólo una llamada de atención?
—Pues ¿qué más hacemos?
—Las leyes federales contemplan delitos por daños a monumentos o edificios históricos como este…
—De eso nosotros no sabemos, nadie nos ha dicho nada; uno está para resguardar el lugar y hacemos nuestro trabajo lo mejor que podemos.
ROTO. Según los avezados del lugar, el declive administrativo se aceleró desde finales de la década de los 90, cuando comenzó a permitirse aquí la organización de conciertos artísticos dentro del inmueble. Los templetes pulverizaron las áreas verdes y el resplandor no volvió ni con el derroche presupuestario para el centenario de la Revolución y el bicentenario del inicio de Independencia.
El arrase alcanza el “puente del último suspiro”, por donde cruzaban los reos para ser torturados y ya no volvían, y las famosas tinajas —con su escurrimiento eterno— conocidas como El Infierno, Las Potrancas y El Pasillo, donde estuvo Chucho El Roto (Jesús Arriaga), aquel célebre bandido de la época porfiriana, inclinado a robar a los ricos para entregar el botín a los pobres.
—Si no hay presupuesto, que se prohíban las entradas gratuitas —dice Olga Cruz, otra de las guías certificadas.
—Pero cobran 55 pesos -se le revira.
—Más del 60 por ciento de los visitantes no pagan un centavo, porque traen palanca, credenciales oficiales o pertenecen a algún grupo subsidiado. Que se paguen 10 o 20 pesos, pero todos en general, sin excepción, y que de ahí salga para el mantenimiento. Lo que no cuesta, no se ama ni se respeta… (Con información de www.cronica.com.mx)
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