Agencia.- Para el director de orquesta y ahora escritor de fuste Xavier Güell (Barcelona, 1956), la mejor filosofía del sufrimiento no se encuentra en las obras de Schopenhauer o Kierkegaard sino en las sinfonías de Mahler y las novelas de Dostoievski. La vida puede ser un intercambio de cruces como las que se entregan Sonia y Raskólnikov en Crimen y castigo, y pocos pueden atestiguarlo mejor que las víctimas de los campos de concentración. Güell ha escogido para su primera novela, que sigue a su libro de ensayos La música de la memoria, un aspecto relativamente poco conocido del horror nazi: el experimento artístico, más bien la gigantesca mascarada llevada a cabo en Theresienstadt para demostrar a la comunidad internacional (visita de Cruz Roja Internacional mediante) que a los judíos no sólo no se les exterminaba sino que podían componer libremente y organizar conciertos multitudinarios.
Gideon Klein, Pavel Haas, Viktor Ullmann y Hans Krasa fueron cuatro de los grandes músicos recluidos -y finalmente asesinados- junto a escenógrafos, directores de cine como Kurt Gerron y demás artistas. Los prisioneros del paraíso, publicado por Galaxia Gutenberg, hace convivir a estos personajes reales con otros de la cosecha del autor como Elisabeth von Leuenberg, médica y bióloga enrolada en los experimentos del doctor Mengele que está a punto de convertirse en la mujer más relevante del III Reich hasta que se reencuentra con Krasa, a quien venera como director de orquesta desde niña.
En un pasaje de la novela -recuerda Güell-, Krasa le dice a Elisabeth que «es preciso dar una justificación al sufrimiento y transformarlo de alguna manera en alegría. Cuando no dispones de tiempo, porque cada instante puede ser el último, las personas se vuelven más humanas y solidarias; en vez de encerrarse en el dolor de su yo, se comprometen con los demás entendiendo la pasión como com-pasión. Krasa le explica que la esperanza sólo se mantiene a través del amor, y ésta es una historia de amor al límite».
La música de la memoria tiene la virtud de mostrar el contraste entre el horror y la suciedad de los prisioneros y el refinamiento absoluto de parte de los captores, auténticos «artistas de la crueldad» pertrechados de un arma invencible: dejar que los judíos mantuvieran siempre un resquicio de esperanza para que el desengaño doliera siempre más.
La crueldad extrema de los nazis incluía que fueran los miembros del Consejo del campo, compuesto por presos prominentes -pero presos al fin-, quienes firmaran las deportaciones a Auschwitz (unas 1.000 a la semana), esto es, que decidieran quiénes de sus compañeros morían. «El objetivo era socavar su voluntad hasta los cimientos, decirles: ‘No sólo sois un pueblo desgraciado; también sois responsables del dolor de los vuestros’», refiere Güell.
Escrita -más bien «compuesta», reclama el director de orquesta- en forma de una sinfonía de cuatro movimientos, la novela aborda a través de sus «melodías narrativas» y logrados hallazgos visuales cuestiones como el miedo (la tentación de creer que por las buenas los ogros te tratarán mejor) y la posibilidad siempre cierta de morir con dignidad. Si la música nunca puede ser neutral «puesto que te hace ver las cosas con mayor claridad», sostiene Güell, menos puede serlo ante la injusticia con mayúscula de un campo de concentración. «Además, a los grandes artistas allí encerrados les ayuda a sobrevivir en condiciones horribles. Aunque el de Theresienstadt fuera un campo para privilegiados, no dejaba de ser un lugar de hacinamiento donde había más de 50.000 personas donde cabían 5.000 y donde morían 150 prisioneros a la semana sin contar las deportaciones».
A través del personaje del padre de Elisabeth, el libro retrata a una estirpe de industriales que hicieron posible la victoria de Hitler y luego se enriquecieron con el sustancioso negocio de la guerra. En este caso, el barón Von Leuenberg contempla horrorizado la locura criminal que ha favorecido como un «pecado original» que millones de alemanes deberán purgar durante generaciones, «bochorno que llega hasta nuestros días», asegura Güell.
La némesis de Elisabeth en Los prisioneros del paraíso es un Adolf Eichmann cuyo retrato aparece muy lejano del que el jerarca enarboló en la realidad en Núremberg, el ciego ejecutor de órdenes que ni se planteaba, como otros nazis convencidos, que el Holocausto fuera camino obligado para regenerar Occidente hasta convertirlo en una suerte de República de Platón. El filósofo griego enseñaba que la música no dice cosas sino que te permite intuirlas. «No es reflexión sino percepción», dictamina Güell. «Pone en contacto la melodía interior de cada persona con el sonido del mundo. Cuando logras conjugar ambas has conquistado el universo, conoces el último secreto de la vida. Como le dice Elisabeth a su padre, hay cuestiones que tarde o temprano tienes que responder, y no sólo con palabras: quién eres, qué has querido, por qué es mejor el bien que el mal».
No Comments
Comments for Música y dignidad contra la barbarie: Güell are now closed.