Muy Interesante.- La eclosión de pantallas y dispositivos táctiles amenaza con extinguir el viejo arte de escribir con bolígrafo, lápiz o pluma. ¿Qué consecuencias tendría?
La noticia saltó a finales de 2014, y las redes sociales la extendieron por todo el planeta antes de que nadie tuviera tiempo de examinarla con detenimiento: Finlandia, un paradigma en cuanto a la solidez y eficacia de su sistema educativo, iba a eliminar la escritura a mano de sus enseñanzas escolares. Los alumnos dejarían de usar el lápiz y el bolígrafo y, en su lugar, aprenderían directamente a teclear. Las alarmas estallaron en los centros educativos de todo el orbe: por primera vez, un país desechaba un conocimiento básico en la infancia. El hecho de que Finlandia hubiera sido además durante muchos años el epicentro mundial de la telefonía móvil fue la guinda para identificar la victoria definitiva de la invasión digital.
La información no tardó en ser desmentida por el propio Instituto Nacional de Educación finés: en aquel país se enseñaban dos sistemas de caligrafía, la simplificada y la de letra de imprenta. Los cambios consistían en dejar a la primera como asignatura optativa, mientras que la segunda se continuaría impartiendo. Lo que sí era cierto es que la mecanografía pasaría a ser nueva materia académica. Aclarado el malentendido, llegó el momento de la reflexión. ¿Habría alcanzado esa noticia tanta relevancia si no alimentara unos temores que llevan latiendo desde hace años y que tienen base en los cambios con que nos zarandea sin descanso la sociedad dospuntocero? Pensar que la escritura a mano está condenada a muerte no es una extravagancia. Sobre todo porque hay gente luchando para que desaparezca.
Una de las caligráfobas más activas en la actualidad es la profesora y editora norteamericana Anne Trubek, que ha pisado ampollas con la publicación de su libro The History and Uncertain Future of Handwriting (La historia y el incierto futuro de la escritura a mano). Después de un extenso repaso a su historia y su indiscutible importancia en el desarrollo de la humanidad, Trubek llega a la conclusión de que nos aferramos a ella por motivos más sentimentales que prácticos.
En sus artículos no duda en abogar por la erradicación de la caligrafía en los colegios, y tras describir de qué manera sufre su hijo por intentar trazar con corrección la G, declara: “Dejemos de brutalizar a nuestros niños con años de ejercicios sobre cómo debe escribirse una ese mayúscula; la escritura a mano es un parpadeo en la larga historia de las tecnologías de la escritura, y ya es hora de tirar a la basura esta manera artificial de plasmar las letras, igual que hicimos con las tablas de arcilla, las señales de humo y otros inventos de la Antigüedad”.
Brubek no está sola: sus argumentos coinciden con los de algunos apóstoles de la sociedad digital, quienes han manifestado que no ven el momento en que el papel, las pizarras y los bolis desaparezcan en beneficio del teclado y cualquier otro sistema que permita ganar en velocidad y conectividad. Otros van incluso más allá, y proponen la desaparición de todo tipo de escritura: es el caso del periodista tecnológico norteamericano Clive Thompson, que defiende los mensajes de voz y el dictado como mejores y exclusivos canales de creación y comunicación.
La resistencia de los cuadernos
¿Hasta qué punto tienen razón? Hay dos hechos innegables. En primer lugar, desde que comenzó a trazar los primeros signos gráficos, el ser humano no ha cesado de utilizar este conocimiento. Y por otra parte, cada vez que ha aparecido un nuevo soporte o sistema que hacía más fácil la tarea de escribir, casi todo el mundo dejó de lado el viejo. La expresión manuscrita ya se vio amenazada por el teléfono y la máquina de escribir hace 150 años; y de hecho, su uso disminuyó en beneficio de esas dos innovaciones, aunque nadie se planteó en serio su desaparición.
Hoy día, entre la gente que escribe –que no es todo el mundo: el 17 % de la población global, alrededor de 775 millones de personas, es analfabeta según datos de la UNESCO–, sería muy difícil encontrar a alguien que lo hiciera exclusivamente a mano. Y sin embargo los cuadernos y los folios se resisten a desaparecer. Es posible hallarlos incluso en muchos ambientes profesionales plenamente integrados en el mundo digital, desde el despacho de un alto directivo a la mesa de un experto en redes sociales o un consultor de comunicación. Todos coinciden en que, aunque luego puedan o no volcarlo en el ordenador, apuntan a mano las cosas importantes, porque “así se recuerdan mejor”.
Apuntar, trazar o esquematizar se suelen asociar con la creación, pero tiene otros muchos usos. De hecho, los primeros documentos escritos hallados, pertenecientes a la civilización sumeria, no tienen nada de literario: son anotaciones de contabilidad sobre grano y cabezas de ganado, registrados en escritura cuneiforme –sobre tablillas de arcilla, mediante un punzón vegetal con forma de cuña– hace unos 5.000 años.
Con la creación de los primeros asentamientos humanos permanentes, que evolucionarían hasta formar ciudades, determinadas áreas del comercio y la administración comenzaron a hacerse demasiado grandes como para retenerlas en la memoria. Por supuesto, la técnica no estaba al alcance de todo el mundo, y solo se podía aprender en las rigurosas escuelas de escribas. Pero quien la dominaba tenía asegurado un empleo de por vida, y no uno cualquiera: traspasar a un soporte sólido los edictos, leyes y cuentas de los más poderosos, muchos de los cuales –desde reyes y faraones a cortesanos– no consideraban necesario aprender.
Ya por entonces, quienes se ganaban el sustento escribiendo no les hacían ascos a las novedades que, poco a poco, fueron llegando. Grabar signos con plumillas de caña era un proceso lento y trabajoso, así que nadie las echó de menos cuando en Egipto aparecieron las primeras hojas, tintas y plumas.
Manuscrito medieval
Sus papiros y, luego, los pergaminos quedaron atrás en el instante en que el secreto del papel, inventado por los chinos en el siglo II, pasó al mundo árabe en el VIII y, de ahí, a Europa. En su Historia de la escritura, el calígrafo británico Ewan Clayton sitúa una de las primeras fábricas europeas de ese soporte revolucionario en la localidad valenciana de Játiva, en el año 1120. Cabe pues preguntarse si el cerebro de aquellos primeros profesionales de la escritura experimentó algún tipo de evolución como consecuencia de su conocimiento.
“Cuando se escribe a mano se activan fundamentalmente tres regiones: el área motora, que es lo normal, porque estamos haciendo un movimiento con la mano; zonas relacionadas con la visión, como el giro fusiforme; y regiones asociadas a aspectos cognitivos, que están en la corteza parietal posterior”, explica Carlos Tejero, miembro de la Sociedad Española de Neurología. En ese caso, no les faltaron a los antiguos escribanos oportunidades de estimulación, ya que el aprendizaje de su oficio, ya desde los tiempos de los sumerios, era un proceso largo y laborioso, y no mejoró con el paso de los siglos.
Como contaba el poeta y ensayista francés Georges Jean (1920-2011), la tarea de escribir correspondía en la Europa de los siglos XII y XIII a los calígrafos, cuya formación comenzaba por los trabajos sencillos –trazar rayas o preparar los colores– y se prolongaba durante siete años. Al final, el alumno confeccionaba su propia obra, que sería juzgada por su maestro y sus compañeros. Se les recomendaba que, para conservar el pulso firme, evitasen todo exceso de buenas comidas o bebidas, las relaciones demasiado frecuentes con las mujeres y los trabajos pesados.
La buena letra, signo de distinción
Todavía en el siglo XVIII, muchas personas aprendían a leer, pero no a escribir, y el porcentaje de hombres alfabetizados superaba en mucho al de mujeres. Eso sí, se cuidaba enormemente la caligrafía, pues si escribir era propio de gente instruida, hacerlo además con buena letra les otorgaba un símbolo de distinción. Para quienes no podían acceder a estos conocimientos estaban los escribientes, que se establecían en las calle con sus útiles de trabajo y leían o redactaban cartas para el amplio porcentaje de población analfabeta.
¿Y los literatos? Lógicamente, utilizaban las mismas herramientas que el resto, aunque la imagen romántica del escritor arañando pacientemente el papel con su pluma de ave no se sostiene en cuanto se consideran algunos acontecimientos. Por ejemplo, cuando la casa Remington –la misma de los rifles– lanzó sus primeras máquinas de escribir en 1874, uno de sus primeros compradores fue el norteamericano Mark Twain. Con ella mecanografió Las aventuras de Tom Sawyer, a pesar de que aquel modelo primitivo no permitía ver lo que se estaba escribiendo hasta que se llegaba al final de la línea.
En las siguientes décadas, ya con máquinas más asequibles y perfeccionadas, fue haciéndose popular la figura del creador en un estudio lleno de humo de cigarrillos, ametrallando con vigor su teclado. Pero algunos se seguían resistiendo, al menos en sus primeros borradores: Truman Capote (1924-1984) y Georges Simenon (1903-1989) los garabateaban a lápiz antes de pasarlos a máquina; el segundo se aseguraba de tener siempre sobre la mesa un buen número de lápices bien afilados, con el fin de no interrumpirse sacándoles punta.
Los primeros bosquejos de Robert Graves, el autor de la novela Yo, Claudio (1934), son un batiburrillo indescifrable de frases sueltas, recuadros, apuntes y tachaduras, realizadas con pincel. Graves, como otros muchos de la época predigital, recurría a un secretario o a un servicio de mecanografía profesional para que le pasaran los textos a limpio. Y aún hubo otros que solo dictaban, bien a un asistente o bien a una de las primeras máquinas grabadoras, llamadas entonces dictáfonos.
caligrafía china
No hay que extrañarse entonces de que escritores de todos los géneros acogieran con entusiasmo el ordenador –o, mejor dicho, una de sus primeras aplicaciones de software: el procesador de textos– tan pronto como llegó a los mercados. De todos modos, Isaac Asimov (1920-1992), que se preciaba de ser un mecanógrafo vertiginoso, no encontraba muchas novedades al cambiar el papel por la pantalla, salvo que le ahorraba el proceso de pasar a limpio. Y Gabriel García Márquez (1927-2014), entusiasta converso a la era digital, no cambió por ello el ritmo pausado y exigente que había caracterizado toda su producción literaria anterior.
En los últimos años, es indiscutible que el píxel se impone… aunque no del todo. María José Rucio Zamorano, jefa del Servicio de Manuscritos e Incunables de la Biblioteca Nacional de España, donde se guardan los archivos y documentos de varios autores contemporáneos, declara a MUY que continúan recibiendo abundante material manuscrito: “Muchos que escriben con ordenador usan con frecuencia los cuadernos, las notas, todo ese proceso creativo que no siempre surge delante de una pantalla. Ahí se hacen anotaciones o se plasma la primera idea de lo que será una futura novela”. Zamorano opina que eso será lo que nos va a quedar en formato de papel, y que “los manuscritos completos se han perdido, salvo quizá en el caso de la poesía”.
Conviene precisar que cuando escribimos lo hacemos con diversos propósitos, y ni nuestro cuerpo ni nuestro cerebro funcionan de la misma manera en cada ocasión. No es igual juntar información y plasmarla en un informe, un artículo periodístico o una tesis que copiar un texto o lanzarse abiertamente a crear sin más límites que los que ponga la imaginación. “Cuando copiamos, hay muy pocas partes del cerebro activas, mientras que en el momento de crear, generalmente vemos nuestros pensamientos. Las áreas visuales están muy presentes”, explica el doctor Tejero. A la hora de atrapar dichas imágenes es cuando el teclado le gana a la pluma: “Solemos recurrir a métodos más rápidos, como la escritura a máquina, para que la idea no se escape”, dice el experto.
Pero ¿qué perderíamos si no aprendiéramos a escribir a mano? Mari Carmen Such, vicepresidenta del Círculo Hispano Francés de Grafología y colaboradora de la Fundación Cuadernos Rubio, lo tiene claro: “Una formación completa debe aspirar a sumar habilidades, no a restarlas. Y la eliminación de la escritura manuscrita lleva consigo su involución y, por tanto, su atrofia. El ser humano manifiesta una serie de capacidades a través de ella”.
Uno de los ejemplos que pone Such es la toma de apuntes, en principio más rápida y literal con teclado: “Al ser más lenta, la escritura a mano obliga a seleccionar, a filtrar todo lo que el ponente está diciendo, y extraer lo fundamental”. La clave estribaría en complementar más que en excluir. “¿Desde cuándo hay calculadoras en el mercado? Y sin embargo, seguimos obligando a los niños a que estudien las tablas de multiplicar. Porque es fundamental que lo sepan para su día a día, para no estar pendientes de un aparato, para ser capaces, para su desarrollo intelectual, para todo”, afirma.
Por su parte, el doctor Tejero cree que la tarea de aprender a trazar letras es beneficiosa en sí misma: “Muchas cosas que hacemos con las manos son movimientos de precisión ejercitados cuando escribíamos y dibujábamos de pequeños. Podemos correr el riesgo de que el niño no entienda la relevancia del esfuerzo de hacer buena letra y practicar caligrafía, porque es muchísimo más fácil usar un ordenador. La comodidad nos va a llevar a que perdamos esa capacidad”.
Hay un último aspecto de la escritura manuscrita que no debe olvidarse: el propio placer que da ejecutarla. Camilo José Cela, que escribió siempre a mano, declaró en una ocasión que cuando no se le ocurría nada garabateaba palabras sueltas, por el puro placer de hacer correr la pluma. Además de que nuestra letra es una expresión de la personalidad a la que renunciaríamos si empleáramos únicamente el teclado.
¿Son motivos suficientes para conservar el hábito de escribir? Ya veremos; de momento, según Clayton, “hay dos cosas de las cuales podemos estar seguros: la primera, que no toda la anterior tecnología de la escritura va a desaparecer en los años venideros; y la segunda, que seguirán apareciendo nuevas herramientas: cada generación tendrá que replantearse lo que en su propia época significa leer y escribir”.
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