Agencia.- «Si el cielo me deja vivir diez años más, o tan solo cinco… Entonces podría llegar a ser un verdadero pintor». Lo singular de esta petición es que quien la hacía, el japonés Katsushika Hokusai, tenía 90 años y agonizaba en su lecho de muerte en Tokio, entonces Edo, la ciudad donde nació y donde falleció el 10 de mayo de 1849. El artista que esperaba llegar a centenario para mejorar arrasa estos días en Londres, con una exposición en el British Museum, «Hokusai, más allá de la ola», que vende todas sus entradas cada día y estará en cartel hasta el 13 de agosto.
Son 110 trabajos de sus últimos 30 años de vida (tintas sobre rollos de seda, grabados, dibujos de sus libros de manga, tarjetas, pinturas, bocetos…). Muchos tan frágiles que solo pueden exponerse unas horas para que no resulten dañados sus colores vivaces. Una ínfima parte de la obra de un estajanovista que madrugaba mucho, dibujaba hasta la noche y al que se le calculan unos 30.000 trabajos, la mayoría comerciales y alimenticios.
Aun así, la muestra supone una oportunidad única de ver en Europa tanta obra reunida del curioso genio japonés que fascinaba a Vincent van Gogh: «Esas olas son como garras, puedes sentir cómo el barco está atrapado en ellas», escribió a su hermano Theo comentando «La gran ola», de 1831, la creación más célebre del japonés, parte de un encargo, una serie de 36 vistas del monte Futji, el volcán sagrado. Al verla en la atestada exposición sorprende su pequeño tamaño folio. Pero resulta emocionante contemplarla y buscar sus matices.
El fervoroso budista Hokusai, cuyo nombre de pila era Takitaro, adoptó ese seudónimo artístico a finales del siglo XVIII. Fue uno de los muchos que empleó, algo que no era raro entre los pintores chinos y japoneses de entonces. En sus últimos años se hacía llamar Gakyo Roijin («El hombre viejo loco por pintar»). Hijo adoptivo de un fabricante de espejos, dibujante excepcional y espíritu risueño, toda la vida vivió agobiado por la sombra de la bancarrota y haciendo frente a encargos sin cuento: tarjetas de recuerdo para efemérides, ilustraciones de poemarios; sus libros de manga, en los que contaba estampas de la vida cotidiana con dibujos en tres tonalidades, láminas eróticas, sus pinturas mayores… Prueba de sus aprietos es que fue vecino de 93 domicilios diferentes.
Vivió en un Japón cerrado al mundo exterior, previo a la apertura de la era Meiji, donde la sociedad se dividía en cuatro estamentos: samuráis, granjeros, artistas y comerciantes. Aun así, entre 1824 y 1826, la Compañía Holandesa de las Indias del Este le encargó una serie de estampas costumbristas sobre Japón. Se cree que aquel contacto le permitió conocer cuadros de pintores holandeses, lo que lo llevó a experimentar con la perspectiva occidental. El resultado fue un cruce pionero entre lo oriental y lo europeo, que lo convirtió en un moderno que encandiló a los impresionistas. También a futuros talentos: Warhol y Hockney admiraban a Hokusai y tras ver la exposición cuesta no sospechar que maestros europeos del cómic como Moebius o Milo Manara lo han fusilado a saco.
Hokusai, llamémoslo así, parece ser que conservó siempre un excelente humor. A los ochenta años decidió dibujar cada mañana un león chino y tirarlo luego por la ventana. Una suerte de exorcismo, que expulsaba a los demonios del hogar y debía traerle esa suerte que siempre le fue esquiva. Su hija, que vivía con él, Oi, también una dotada artista, rescató algunos de aquellos dibujos y es casi mágico poder verlos.
Todo le iba mal a Hokusai. Su primera mujer murió cuando él tenía treinta años. A los 68 perdió a la segunda. También a su único hijo varón, que iba para samurái y era el sustento familiar. Su taller ardió. Pero nunca aflojaron su buen ánimo y sus ganas de trabajar. Una exposición deliciosa. Y esta vez no es topicazo cursi.
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