MVS. Velar a una víctima de homicidio en el municipio de Iguala, Guerrero, llegó a convertirse en una actividad de alto riesgo, debido a que grupos del crimen organizado amagaban con matar a todos los integrantes de la familia que se atrevieran a velar a las personas asesinadas o ejecutadas a sangre fría.
Montar una ofrenda a las víctimas de la violencia en esa misma ciudad, la tercera más grande de Guerrero, tampoco era una posibilidad. Entre los núcleos estudiantiles y pobladores de Iguala, existía el temor de que el más mínimo asomo de disidencia fuera castigado de nuevo con la muerte.
A la cabeza de unos y otros se venía el asesinato del líder social, Arturo Cardona, cometido en mayo del 2013 y cuya autoría se atribuye de forma directa al desaforado alcalde de Iguala, José Luis Abarca. Desde el principio, la probable responsabilidad de Abarca Velázquez en este crimen, era un secreto a voces.
Por ello, el secuestro y homicidio de Cardona Hernández registrado el 30 de mayo del 2013 sumergió a Iguala en el temor y el silencio absoluto frente a los abusos de autoridades locales y los crímenes de organizaciones delictivas, en particular de quiénes se hacen llamar “Guerreros Unidos”, señalados por la PGR como socios o cómplices del propio José Luis Abarca.
Líder de campesinos migrantes y ahora integrante del Frente Igualteco por la Dignidad, Taurino Castrejón Salgado, se reconoce como uno de los muchos disidentes que se calló la boca, víctima del temor, a pesar de que no aprobaba la gestión de Abarca Velázquez y de que estaba convencido de la participación del ex alcalde en el homicidio de Arturo Cardona.
“Desgraciadamente, este crimen dejó impactada y conmocionada a la sociedad de Iguala y a raíz de estos hechos, toda la actividad social, de defensa de los derechos humanos y de organizaciones, se terminó en Iguala. Mucha gente se fue de Iguala, comerciantes, empresarios y hasta líderes sociales por temor a perder la vida, los que nos quedamos sólo veíamos de manera impasible que es lo que sucedía”, lamentó.
La balacera del pasado 26 de septiembre, con un saldo trágico de seis personas asesinadas por policías municipales y 43 estudiantes desaparecidos, desconcertó aun más a los igualtecos por unas horas, pero también desencadenó los primeros gritos de auxilio en ese municipio que estaba sometido al miedo.
Desde el sábado 27 de septiembre, un día después del ataque a los normalistas, caminar por las calles de Iguala en cuánto oscurecía, significaba andar por banquetas y adoquines vacíos, con escaso movimiento de vehículos particulares y la constante circulación de las unidades de la Policía Federal que desde hace tres semanas llegaron a este municipio.
El silencio se podía palpar frente a la Presidencia Municipal y en los comercios vacíos, a la espera de que la gente pudiera y quisiera salir de sus casas.
Ese silencio finalmente se interrumpió a partir del pasado viernes, horas antes de las celebraciones del Día de Muertos, con decenas de niños que acompañados de sus padres salieron a “pedir calaverita” enfundados en disfraces, maquillados, sin miedo real pero fingiendo temor frente a lo sobrenatural.
También regresaron las muestras de inconformidad, la disidencia que se había proscrito de manera tácita con el homicidio de Arturo Hernández.
Por culpa del miedo, Iguala era el municipio de “no pasa nada” y nadie se atrevía a presentar denuncias por un robo o una extorsión, muchos menos si el delito era tan grave como un secuestro o una desaparición.
“La gente amanecía y decía sabes que se llevaron a tal empresario, a un agricultor, a tal profesionista o al hijo de fulano de tal, lo secuestraron, era algo tan constante que nos habituamos, unos por omisión y otros por simple indiferencia, dejamos pasar, todo empezó hace unos cinco o seis años atrás, pero con Abarca se incrementó muchísimo más”, sostuvo.
Las fiestas de Día de Muertos animaron a un grupo de jóvenes para la colocación de una ofrenda en honor a José Revueltas y a las víctimas de José Luis Abarca, burlando las reglas de una competición oficial que intentó apropiarse de la celebración para que no tuviera tintes políticos o sociales.
Profesor en una universidad privada de Iguala, Everardo Martínez Cano, admite que hace un mes ni siquiera se habría planteado la instalación de una ofrenda de este tipo. Ni el hecho de conocer de cerca historias de alumnos con familiares secuestrados y desaparecidos, lo habrían animado.
Ahora, las personas con familiares desaparecidos desde hace uno o dos años, han comenzado a presentar las denuncias, a tratar de recuperar el tiempo perdido por culpa del temor y a la falta de apoyo gubernamental para realizar sus búsquedas.
“Platicando con alguien, me decía cuando a mí me paso, nadie me buscaba porque era yo sola, yo sólo tenía que buscarlo y sin poder confiar en las autoridades. No es que sea bueno lo sucedido el pasado 26 de septiembre, pero tuvieron que pasar estos hechos para que la gente despertara y empezara a buscar a sus familiares y a presentar denuncias”, sostuvo.
El temor a los grupos criminales que operan en la región, no sólo impedía la búsqueda de justicia para las víctimas de homicidio y secuestro. Tampoco había oportunidad de velar a las personas que eran asesinadas.
El crimen organizado amenazó a por lo menos cinco familias con atentar contra más de sus miembros en caso de que decidieran velar a uno de sus integrantes, asesinado horas antes.
Ya no había lugar para las despedidas, los entierros tenían que ser rápidos y sin llamar la atención, por seguridad de quiénes, sin proponérselo, se convertían en sobrevivientes.
“Algunas familias efectivamente, no velaban a sus difuntos, sino que inmediatamente los llevaban a sepultar por temor a que a la hora de hacer oración en el velorio, los fueran ahí a atacar, si ha habido algunas familias que han sufrido eso, se trata de unos cuatro o cinco casos”, revela el sacerdote católico, Oscar Mauricio Prudenciano.
Actual titular de la Iglesia de San Gerardo María Mayela que se localiza en Iguala, el padre Prudenciano sufrió en carne propia la violencia que se vive en Guerrero desde hace varios años.
El 18 de mayo del 2013 fue despojado de su camioneta por un grupo de sicarios que se preparaba para sostener un enfrentamiento con un grupo rival. Era párroco en un templo ubicado en el municipio de Apaxtla de Castrejón y se dirigía a una comunidad cercana en medio de la sierra.
Era mediodía cuando lo interceptaron y le quitaron todas sus pertenencias. Se identificó como sacerdote, pero eso sólo le valió para recibir una última advertencia: “corra por su vida”. Segundos después, comenzaron las ráfagas de armas de alto poder.
“Me encañonan, me amenazan, me piden mis pertenencias, me bajan del vehículo, les digo que soy sacerdote que me dejen llegar a la comunidad a la que me dirigía, pero no me hacen caso, me dicen que si quiero vivir que corra y cuando empiezo a correr inician las detonaciones entre los dos grupos delincuenciales. Tuve que caminar por el monte para salvar mi vida, afortunadamente, logré salvar las balas y todo el peligro que hubo ahí”, recuerda.
El padre Prudenciano jamás denunció por falta de confianza hacia las autoridades municipales y estatales. Seis meses después llegó a la cabecera municipal de Iguala, Guerrero. Ha sido hasta el momento, uno de los sacerdotes católicos más solidario con los normalistas y sus familias, víctimas como él, de la violencia criminal.
Como líder religioso, fue el primero en acudir a las fosas clandestinas halladas en el paraje conocido como Pueblo Viejo para rezar por las víctimas todavía anónimas de ese lugar.
El sábado convocó a una hora de oración para pedir por el regreso de la paz a Iguala y el domingo volvió a oficiar misa en honor a las seis personas que fueron asesinadas el pasado 26 de septiembre y para pedir por la aparición de los 43 normalistas.
Los rezos al aire libre que acompañaron al padre Prudenciano son parte del silencio interrumpido de Iguala, del miedo que se ha ido dispersando con la presencia de medios de comunicación y fuerzas federales.
En medio de la fiesta del Día de Muertos, decenas de familias apenas comienzan a vivir sus duelos y a mostrar con ofrendas el dolor que les habían proscrito mostrar en público. La sociedad de Iguala vive el inicio de una resurrección frente a su propio miedo.
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