Rodolfo Echeverría Ruiz. Las democracias, aún las más incipientes como la nuestra, suponen un proceso, una marcha continua. Hasta las más avanzadas y viejas, las más consolidadas, son mejorables y ampliables. Una democracia no se conquista de repente, de una vez y para toda la vida. Es resultado de una continua maduración crítica y está dotada de carácter creador y expansivo.
Una meta democrática alcanzada –grande o pequeña– abre, por ese solo hecho y de forma inmediata, la oportunidad de ensancharla y de multiplicarla mediante la acción política organizada al amparo de la legalidad, en todo momento perfectible como es.
Una democracia se preserva y se perfecciona ejerciéndola, sometiéndola de modo cotidiano a la prueba del acierto y del error. Se trata, en todo momento, de una tarea colectiva inconclusa. Además debe tenerse presente, con crudeza y objetividad, que ninguna democracia, ninguna, es irreversible, aunque vaya en su naturaleza misma el carácter multiplicador y expansivo de sus raíces y de sus efectos.
Por esas razones, y muchas otras relacionadas con el momento mexicano de hoy, debemos dar entusiasta bienvenida en los terrenos de la política activa a los ciudadanos que no militan en ningún partido. Ellos irrumpen, por su propio derecho, en las actividades sociales, políticas y electorales del país como un medio, al parecer eficaz, para oxigenarlas y dotarlas de nuevos ímpetus a la vista de las deplorables condiciones prevalecientes en la escena política nacional.
Hoy me refiero a la participación de una ciudadana, doña Isabel Miranda de Wallace, caso singular y alentador de un activismo social originado en la profunda tristeza de su intransferible dolor y en la noble, implacable crítica moral de la inoperancia y del corrupto desempeño de las autoridades capitalinas perredistas, cómplices de la impunidad que corroe el alma nacional.
Y si ella y muchos ciudadanos más carecen de experiencia en el ejercicio cotidiano de las complejidades de la política o no tienen mucha idea, según parece, acerca de los enrevesados y exigentes intríngulis técnicos de las cada vez más especializadas administraciones públicas, eso no importa, en verdad no importa, porque el solo hecho de su fresca actividad preelectoral influye de modo muy claro en la dignificación de la tarea política. Y ello incumbe a la comunidad entera. Ganamos todos.
No me refiero ahora a la notoria inexperiencia política y administrativa de doña Isabel, respetabilísima mujer sin duda. Pienso, más bien, en los efectos demoledores que su candidatura a jefa de Gobierno del Distrito Federal supone en el interior del PAN. Aludo a las perniciosas repercusiones de ese hecho en la vida de cada militante, en el día a día de muchos panistas: cuadros entrenados en los arduos y a menudo adversos episodios de la política real.
Esa imprescindible política se hace en los barrios, en las colonias, en los centros de trabajo, en los pueblos. Evoco aquí no sólo al abnegado militante de todas las horas, todos los días y todos los años; al que trabaja de manera honrada y tesonera en las con frecuencia ásperas y anónimas tareas que su partido, un partido ya histórico como el PAN, le asigna de modo permanente.
Aludo a quienes luchan casa por casa, barrio por barrio, esquina por esquina, que es de esa manera y no de otra como se construye a un verdadero partido político.
Es frecuente ver entre los militantes del PAN a familias enteras que participan de manera muy activa y asidua. Abuelos y padres, hijos y nietos, hermanos y primos que han dedicado y dedican su vida entera al partido desde los tiempos aquellos en que militar en el PAN era casi heroico.
Pienso en los bien adiestrados cuadros intermedios y en algunos dirigentes cupulares a quienes su partido, como debe ser, exige eficacia y lealtad, espíritu unitario y disciplina, elementos sin los cuales no se entendería a un partido político, cualesquiera que sean sus principios o su orientación ideológica.
No puede condenarse de un plumazo a la política y a los políticos. Una cosa es el seudopolítico oportunista y mercachifle que pulula de manera cíclica por los aledaños del PAN (sobre todo desde que empezó a “tocar poder”, como diría Weber) y otro, muy otro, es el militante convencido que trabaja sin tregua y sin horario y a quien asiste el legítimo derecho de pelear, en igualdad de condiciones, para asumir el honor y el compromiso social de una candidatura.
Son, ya digo, bienvenidas las candidaturas ciudadanas surgidas al margen de las formaciones políticas legales, pero, cuando esas candidaturas son adoptadas por los partidos constituidos sin mediar negociación interna alguna, sin decir agua va, sin miramientos, surgen problemas graves que es preciso ponderar a fondo. Dijo doña Isabel hace poco: “No soy panista ni sigo los estatutos del partido”. ¿Será peor el remedio que la enfermedad?
Adelante, señora Miranda de Wallace; condolencias sinceras a los auténticos miembros del PAN que han sufrido el atropello de sus legítimas aspiraciones.
Quienes con todo derecho aspiraron y no obtuvieron en el PAN la candidatura a jefe de Gobierno capitalino ya se acomodaron o se acomodarán muy pronto, serán candidatos a diputados locales o federales, a senadores o a delegados. Se entregarán a sus tareas de tiempo completo y en cuerpo y alma con la esperanza de ganar alguna elección entre las muchas que habrá en el DF. Buscarán el poder público o la representación parlamentaria. Se dedicarán sólo a ellos mismos. Apenas dispondrán de tiempo y de indispensables recursos humanos, políticos y económicos. Se ocuparán de sus propios intereses y ambiciones.
Dejarán sola y a la deriva a doña Isabel. Ella se arrepentirá –y no es difícil que hasta un mal día les tire el arpa– de haber aceptado esa improvisada candidatura que se fraguó a las carreras en una casa presidencial distante y desesperada y no a través del debate interno y la constructiva emulación y competencia entre quienes aspiraban a esa oportunidad después de muchos años de leal, paciente, laboriosa militancia panista.
No colaborarán de verdad con la señora. La abandonarán a su suerte. Actuarán con despecho ante quien les cayó desde arriba y les arrebató, sin más, la candidatura anhelada.
Recíbanse con beneplácito las candidaturas ciudadanas en la medida en que éstas representen genuinos movimientos sociales reivindicatorios de la ética social, pero encuéntrense formulas para no humillar, ningunear o hacer a un lado a los auténticos militantes de los partidos.
En las oficinas de don Felipe Calderón se concibió la candidatura de doña Isabel y se la impusieron al PAN como si sus dirigentes y sus militantes fueran incapaces de dignificar a la tarea política y nutrirla de contenidos genuinos y convincentes.
El PAN sabe que no ganará las elecciones en el Distrito Federal. Acaso obtendrá alguna delegación y unos cuantos diputados de representación proporcional. En Los Pinos se decidió, a la desesperada, una candidatura testimonial en perjuicio del proyecto histórico partidista.
Bienvenidas, sí, las candidaturas ciudadanas, pero no dejemos de considerar también que ése ha sido el camino para el arribo al poder de personajes como Fujimori. Y ya sabemos lo mal que le fue a Perú con ese experimento.
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