Viajar, como la vida, se entiende mejor en retrospectiva, pero debe experimentarse hacia adelante, para parafrasear a Kierkegaard. Tras décadas de deambular, apenas ahora es que surge un patrón.
Viajar, como la vida, se entiende mejor en retrospectiva, pero debe experimentarse hacia adelante, para parafrasear a Kierkegaard. Tras décadas de deambular, apenas ahora es que surge un patrón. Me atraen lugares que cautivan e inspiran, tranquilizan e inquietan; lugares donde, por unos cuantos momentos felices, suelto mi control letal sobre la vida, y puedo respirar de nuevo. Resulta que estos destinos tienen nombre: lugares delgados.
Hay que reconocer que es un término extraño. Se le podría perdonar a uno por pensar que lugares delgados describe a países flacos (véase Chile) o, quizá, ciudades pobladas por personas delgadas (véase Los Angeles). No. Lugares delgados es algo mucho más profundo que eso. Son localidades donde la distancia entre el cielo y la Tierra se colapsa y podemos atrapar vistazos de lo divino, lo trascendente, o, como me gusta pensarlo, el Infinito Absoluto.
Viajar a lugares delgados no necesariamente conlleva a algo tan grandioso como “un avance espiritual”, lo que sea que eso signifique, pero sí desorienta. Confunde. Uno pierde la conciencia del entorno, y se encuentra de nuevo. O no. De cualquier forma, perdemos las formas antiguas de percibir al mundo, y en ello radica la magia transformadora de los viajes.
No está claro quién pronunció por primera vez el término “lugares delgados”, pero lo más seguro es que lo dijera con acento irlandés. Los antiguos celtas paganos, y luego cristianos, usaron el término para describir lugares fascinantes, como la isla de Iona (ahora parte de Escocia), azotada por el viento, o los rocosos picos de Croagh Patrick. Sólo hay tres pies entre el cielo y la Tierra, dice el dicho celta, pero en los lugares delgados esa distancia es aún menor.
Entonces, ¿qué es exactamente un lugar delgado? Es más fácil decir lo que no es. Un lugar delgado no es necesariamente tranquilo ni divertido; ni siquiera uno hermoso, aunque también podría ser todas esas cosas. Disney World no es un lugar delgado. Ni tampoco Cancún. Los lugares delgados nos relajan, sí, pero también nos transforman – o, más precisamente, nos desenmascaran. En los lugares delgados, nos convertimos en nuestros seres más esenciales.
Los lugares delgados son a menudo sagrados – la Basílica de San Pedro en la Ciudad del Vaticano, la Mezquita Azul en Estambul _, pero no es necesario que lo sean, al menos no en forma convencional. Un parque o, incluso, la plaza de una ciudad pueden ser un lugar delgado. Al igual que un aeropuerto. A mí me encantan los aeropuertos. Me encanta su cualidad hermética, autónoma, y la forma en la que me hacen sentir que floto, que estoy suspendido entre el venir y el ir. Uno de mis favoritos es el internacional de Hong Kong, una maravilla de estética y eficiencia. Podría pasar horas – ¡días! – apoltronado en el mezzanine, observando la evolución de la vida abajo. Por otra parte, el aeropuerto Kennedy es, en su mayor parte, un lugar grueso. Extendido en ocho terminales, no hay centro de gravedad, nada a lo que asirse. (Ni hay nada que pueda parecer trascendente en una fila de seguridad de la TSA.)
Un bar también puede ser un lugar delgado. Hace un tiempo, tropecé con un bar muy delgado, metido en el barrio Shinjuku de Tokio. Como muchos de esos establecimientos, éste era pequeño – con sólo cuatro lugares y casi del mismo tamaño que un baño grande _, pero inspiraba un sobrecogimiento de catedral. La madera pulida era oscura y lisa; el whiskey de malta estaba iluminado de tal forma que parecía resplandecer. Con un cincel, el cantinero se manifestaba – no hay otra palabra para describirlo – en cubitos de hielo que se elevaban al nivel de arte. El lugar era tan cómodo por su propio derecho, estaba tan a gusto con su propia naturaleza – su “semejanza”, como dirían los budistas – que no pude más que sentirme de la misma forma.
Mircea Eliade, el especialista en religión, entendería lo que experimenté en ese bar de Tokio. Al escribir en su obra clásica, “Lo sagrado y lo profano”, observa que “algunas partes del espacio son cualitativamente diferentes de otras”. Un proverbio apache lleva esa idea aún más allá: “La sabiduría está en lugares”.
La cuestión, claro, es en qué lugares. Y en cómo llegamos ahí. No se planea un viaje a un lugar delgado; uno se tropieza con ellos. Sin embargo, se pueden dar pasos para incrementar las posibilidades de un encuentro con la delgadez. Para empezar, no hay que tener expectativas. Nada se interpone más con una experiencia genuina que las expectativas, lo que explica por qué decepcionan tantos “viajes espirituales”. Ni tampoco hay que contar con las guías – ni con los amigos – para establecer con exactitud los lugares delgados propios. Hasta cierto punto, la delgadez, como la belleza, depende del cristal con que se mire. O, expresado de otra forma: el lugar delgado de una persona es el grueso de otra.
Llegar a un lugar delgado requiere, por lo general, algo de sudor. No es típico que uno se suba a un taxi y llegue a un lugar delgado, pero a veces se puede. Así fue como mi hija de siete años y yo llegamos a la catedral de San Patricio en Nueva York. Videocámara en mano, se detenía ante cada estatua de los diversos santos, maravillada, en silencio, ante las poses y los tocados.
No obstante, no todos los lugares sagrados son delgados. Cargados de historia, y de nuestras expectativas enormes, se colapsan bajo el peso de su propia santidad, y poseen toda la divinidad de una estación de autobuses Greyhound. Para mí, Jerusalén es uno de esos lugares. Encuentro el aire tan denso por la animosidad, tan cargado con el peso de los agravios históricos, que cualquier delgadez que acecha por debajo de la superficie no tiene la más remota posibilidad. Al caminar por la Ciudad Vieja amurallada, con sus cuatro distritos segregados, siento cómo se tensan mis músculos. (En comparación, respiro con mayor facilidad en la supuestamente impía Tel Aviv.)
Menos mal que la tumba de Rumi en Turquía no ha tenido ese destino. Está bastante viva. Gente de todo el mundo musulmán (y el no musulmán) visita la tumba, en la ciudad de Konya, en el centro de Turquía, para rendirle homenaje al laureado poeta del islam. El ataúd de Rumi está cubierto por una alfombra verde, y encima haya un sombrero negro cilíndrico, del tipo que usan los derviches. Sus poemas del siglo XIII desbordan amor extático hacia Alá, y su lugar de descanso refleja eso. Se anima a la gente a que se quede largo rato. Algunas se hacen ovillo en un rincón leyendo a Rumi. Otras se pierden en la oración silenciosa. Noté a una mujer, con la mano sobre el corazón, caminando lentamente por el piso alfombrado y lágrimas de alegría que rodaban por sus mejillas.
Quizá el más delgado de los lugares sea Boudhanath en Nepal. A pesar del hecho de que se lo tragó Katmandú, Boudha, como lo llaman muchos, retiene la intimidad autónoma de la aldea que es. La vida ahí, gira, literalmente, en torno a un gigantesco estupa blanco o templo budista. A cualquier hora del día, cientos de personas circunvalan el estupa cantando mantras, sobando los abalorios del “rosario tibetano” y haciendo girar las ruedas de oraciones.
Me despertaba en Boudha cada mañana al amanecer y me maravillaba lo ligero, lechoso y suave, así como los sonidos: el clic, clac, de las ruedas de oraciones, el murmullo de los mantras, el ruido metálico de las cortinas de las tiendas al abrirse, la risa del tibetano hablado. Han surgido unas cuantas docenas de monasterios alrededor del estupa. Y hay restaurantes donde se puede beber un pinot noir decente, mientras se miran los ojos que todo lo ven del Buda. Es una confluencia extraña y maravillosa de lo sagrado y lo profano.
Muchos lugares delgados son salvajes, no están domados, pero hay ciudades que pueden ser sorprendentemente delgadas. Los primeros centros urbanos del mundo, en Mesopotamia, se erigieron no como lugares de comercio ni imperio, sino, más bien, para que los habitantes pudieran tener trato con los dioses. Qué mejor lugar para maravillarse ante la gloria de Dios y su obra (vía sus subcontratistas: nosotros) que en el Bund en Shanghái, con los rascacielos tipo los Supersónicos que se alzan hacia arriba, o en Montmartre en París, con la gloria gótica de la ciudad revelada abajo.
Las librerías también son lugares delgados, y, para mí, ninguna es más delgada que Powell’s en Portland, Oregón. Seguro, hay librerías más espléndidas, y más antiguas, pero ninguna posee esa mezcla de orden y serendipia, especialmente en su colección de libros usados: Chejov que cohabita felizmente con “Personal Finance for Dummies”, y Balzac que se arrima a Grisham.
No obstante, al final, una contradicción inherente pone la zancadilla a cualquier paseo espiritual: supuestamente, lo divino trasciende el tiempo y el espacio, pero lo buscamos en lugares muy específicos y en momentos muy específicos. Si Dios (como sea que se defina) está en todas partes y “en todo momento”, como lo expresan tan maravillosamente los aborígenes australianos, entonces, ¿por qué algunos lugares son delgados y otros no? ¿Por qué no todo el mundo es delgado?
Quizá sí lo es pero somos demasiado gruesos para darnos cuenta. Quizá los lugares delgados ofrecen vistazos no del cielo, sino de la Tierra como realmente es, libre de peso. Desenmascarada
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