Muy Interesante.- Banderas, logotipos, emojis… Allá donde miremos hay formas u objetos cargados de significado que influyen en nuestra conducta hasta límites insospechados.
Siempre hemos estado rodeados de ellos, desde los petroglifos de las cuevas prehistóricas y las primeras banderas y estandartes hasta los actuales logotipos cool de las marcas comerciales, pasando por los elocuentes y socorridos emojis. A pesar de que nos creamos a salvo del influjo psicológico que ejercen, todos somos víctimas de ellos en mayor o menor grado.
Y es que las señales y los objetos con carga conceptual son capaces de modificar el modo en que pensamos y nos comportamos, pues están profundamente anclados en el imaginario social. De hecho, el lenguaje humano se puede definir como un sistema de símbolos, fonéticos y ortográficos, y cuando nos comunicamos lo hacemos con pensamiento simbólico. Algunos caracteres del idioma chino, por ejemplo, son pictogramas, es decir, representan gráficamente una idea o una cosa. Y hay toda una ciencia dedicada a descifrar el significado de los signos: la semiología.
Los poderes de ciertas imágenes son innegables: unas gafas o una pipa, que simbolizan lectura, reflexión y estudio, pueden aumentar nuestra inteligencia o nuestra predisposición a abordar un problema de forma más ponderada. De igual manera, como veremos más adelante, está tan extendida la falsa creencia de que las rubias son tontas que simplemente ver la imagen de una mujer con ese color de pelo puede empeorar el rendimiento intelectual de una persona, aunque esta sea, por ejemplo, un hombre calvo.
Los símbolos también hacen que una bebida o una comida con una determinada etiqueta nos sepa mejor, o que un crucifijo nos empuje a ser más respetuosos con los demás. Incluso un amuleto puede llegar a proporcionarnos suerte o confianza en nosotros mismos simplemente porque hemos asumido mentalmente que funciona, como si fuera una especie de placebo.
A continuación te explicamos algunos jugosos y, en ocasiones, sorprendentes ejemplos de la poderosa fuerza que ejercen los símbolos explicados por la ciencia.
La cruz del bien y la cruz del mal
Los emblemas religiosos producen tal influencia en la mente que hasta pueden volvernos buenos. Como sugiere una investigación de Adam Alter, psicólogo de la Universidad de Nueva York y autor del libro Drunk Tank Pink, los cristianos suelen manifestar conductas más honradas cuando contemplan la imagen de un crucifijo. Y al contrario, quienes se exponen a una forma que se asemeja a una esvástica, el tristemente famoso distintivo de los nazis, suelen ser más severos a la hora de juzgar el comportamiento moral de los demás.
Esto último lo evidenció un experimento llevado a cabo por Virginia Kwan, de la Universidad Estatal de Arizona, y el propio Alter. Los expertos solicitaron a un grupo de estudiantes que completaran dos tareas aparentemente no relacionadas. En la primera, debían contar los ángulos rectos de cuatro objetos. Tres de esas formas eran idénticas para todos los participantes del estudio, mientras que la cuarta difería para la mitad de ellos. De hecho, se parecía mucho a la señal de origen milenario que adoptó el partido de Adolf Hitler.
Tras finalizar la primera prueba, todos tuvieron que leer un texto en el que se describían las acciones de una persona llamada Donald. La sorpresa llegó cuando los sujetos que habían sido expuestos a la esvástica calificaron con más frecuencia como indecentes, depravados u ofensivos sus deslices éticos. Así pues, aunque la cruz cristiana y el símbolo nacionalsocialista tienen una geometría semejante, albergan connotaciones muy diferentes, y por ello generan efectos psicológicos diametralmente opuestos.
Pero no todas las imágenes cristianas desencadenan siempre emociones positivas. Por ejemplo, hace años, cuando veían una imagen del papa Juan Pablo II, los católicos sentían desmayar su sentimiento de virtud, como demostró una clásica investigación de los noventa dirigida por el psicólogo Mark Baldwin, de la Universidad de Míchigan, en Estados Unidos. Lo que ocurría, seguramente, es que aquella autoridad religiosa recordaba a los fieles la necesidad de cumplir unas elevadas exigencias morales, difíciles de asumir.
Sentimientos similares a los religiosos afloran cuando alguien contempla la bandera de su país, que suele promover la unidad y la camaradería. Hasta el punto de que quemarla es constitutivo de delito. En España, la Ley 39/1981 la describe como “el signo de la soberanía, independencia, unidad e integridad de la patria”, que “representa los valores superiores expresados en la Constitución de 1978”. Los ultrajes u ofensas a la rojigualda –o a las enseñas autonómicas– pueden acarrear multas de hasta 30.000 euros y penas de entre siete y doce meses de prisión.
Sin embargo, mutilar, alterar o dañar físicamente de algún modo la bandera de las barras y estrellas fue entendido en 1990 por el Tribunal Supremo de Estados Unidos como una manifestación de la libertad de expresión y, por tanto, no punible. Lejos de quitar importancia a su influjo psicológico, tales regulaciones a propósito de, en principio, un simple trapo de colores lo ponen todavía más de manifiesto. Porque, en realidad, no se agrede a un simple objeto, sino al conjunto de adhesiones emocionales que suscita.
Para probarlo, Ran Hassin, de la Universidad Hebrea de Jerusalén, realizó un trabajo del que se hizo eco la revista Proceedings of the National Academy of Sciences. Allí señalaba que los puntos de vista ajenos eran tenidos en mayor consideración por los israelíes participantes en el estudio, tanto si eran de izquierdas como de derechas, cuando se les mostraban a todos ellos una imagen subliminal de la bandera de su país.
David A. Butz, psicólogo social de la Universidad de Florida, llegó a una conclusión similar en un trabajo publicado por Personality and Social Psychology Bulletin, en el que varios estadounidenses debían contemplar una enseña nacional de gran tamaño. Los participantes más apegados a sus colores mostraron menos hostilidad que aquellos que no la vieron, mientras que no influyó en el ánimo de los voluntarios ajenos a los sentimientos patrióticos.
La manzana (mordida) de la creatividad
Conscientes de la permeabilidad de la psique humana a los símbolos, las compañías estudian minuciosamente el diseño de sus marcas, y dedican un gran esfuerzo en llenarlos de significados que refuercen el concepto que aspiran a transmitir.
Un ejemplo clásico es la manzana mordida de Apple, un icono ya universal. En un principio, los portátiles de Apple mostraban el dibujo del revés cuando estaban abiertos frente a los demás, para que quedara del derecho si se cerraban, desde la perspectiva del usuario. Con el tiempo, el logo se invirtió para que ocurriera al contrario. Con esta estrategia, el gigante de Cupertino consolidaba y reforzaba la mentalidad de adquirir sus productos no tanto para uno mismo, sino para proyectar a los demás que compartimos la filosofía de la marca.
Este distintivo comercial ya no solo se exhibe en el ordenador, el móvil y la tableta, sino también con pegatinas en la parte trasera del coche u otros lugares bien visibles. Porque la tecnomanzana incluso podría estimular la creatividad, como revelan los experimentos de Gráinne M. Fitzsimons, de la Universidad Duke (EE. UU.), publicados en el Journal of Consumer Research. Uno de ellos proponía resolver un problema teórico a dos grupos de personas: a unas se les mostró brevemente el logo de Apple, y a las otras, el de la compañía rival IBM. Los primeros ofrecieron las soluciones más imaginativas.
Botellas con etiqueta
No te dejes embaucar por la etiqueta
De lo anterior se desprende que el disfrute de ciertos productos puede verse afectado por la imagen corporativa que consiguen trasladar sus fabricantes. Por ello, muchas marcas que todos asociamos con la exclusividad y el lujo se permiten poner precios más altos a pesar de que su mercancía no revista mejoras destacables. Un caso paradigmático lo encontramos en el vino: el contenido de una botella cara nos parece mejor que el de otra más barata, aunque dentro haya exactamente lo mismo.
Eso es lo que les ocurrió a los voluntarios que se sometieron a un experimento de la Universidad de Stanford y el Instituto Tecnológico de California, que consistía en catar distintos vinos de –se les dijo a ellos– 5, 10, 35, 45 y 90 dólares por botella, aunque la única diferencia estaba en la etiqueta. Más tarde, cuando se repitió el ensayo con miembros del club vinícola de Stanford –es decir, gente con experiencia en la materia–, los resultados fueron prácticamente los mismos.
El sabor de las cosas varía, pues, en función de su prestigio. Por esa razón, como descubrió Read Montague, director del Laboratorio de Neuroimágenes del Baylor College of Medicine de Houston, en una investigación de 2003, las personas que hacen una cata a ciegas de Coca-Cola y Pepsi suelen preferir este último refresco. Pero todo cambia si la degustación se lleva a cabo con las marcas al descubierto: entonces la mayoría se inclina por el primero. Con la ayuda de resonancias magnéticas funcionales, Montague llegó a registrar una mayor actividad en una zona neuronal distinta según si probaban la bebida mostrando o tapando la etiqueta.
En esta misma línea, es célebre la investigación de Martin Lindstrom, experto en comportamiento del consumidor y promotor del concepto de neuromarketing, que también escaneó el cerebro de varios individuos y observó que las marcas más fuertes o conocidas encendían las mismas regiones que los símbolos religiosos.
Ponte colorado… y vencerás
Los objetos rojos –como lo son tantos coches deportivos, por ejemplo– parecen asimilar los atributos tradicionalmente asociados a ese color: la fuerza, la energía y la belicosidad. Tal vez por eso los deportistas rinden más físicamente si visten de encarnado, como si usaran la capa de Superman. Los investigadores Morton Walker y Gerald y Faber Birren lo explican porque la simple presencia del rojo aumentaría los niveles de adrenalina y la tensión arterial.
Una investigación de los antropólogos evolutivos Russell Hill y Robert Barton, de la Universidad de Durham, en el Reino Unido, confirmó la importancia del factor cromático en los resultados de las competiciones deportivas. Concretamente, Hill y Barton analizaron las estadísticas en las pruebas de taekwondo, boxeo, lucha grecorromana y lucha libre celebradas durante los Juegos Olímpicos de Atenas 2004 para comprobar que, cuando los combates estaban igualados, la balanza tenía tendencia a inclinarse a favor del contendiente que salía de rojo el 61 % de las ocasiones.
Hill y Barton lo achacaron a la actitud más agresiva de los luchadores, pero un estudio posterior realizado por científicos alemanes de la Universidad de Münster apunta que, en realidad, el color comprometía la neutralidad de los árbitros. Su experimento consistió en cambiar digitalmente la equipación en los vídeos que enseñaron a jueces deportivos.
Además, el rojo puede originar tal sensación de urgencia que haga rascarnos el bolsillo con más alegría. De acuerdo con una investigación del psicólogo Robert Cialdini, de la Universidad del Estado de Arizona, las huchas rojas de las ONG son un 200 % más eficaces a la hora de recolectar dinero.
Y Eva Heller, autora del libro Psicología del color, está convencida de que el cromatismo cambia incluso nuestra percepción física de las cosas. Por eso, en general, una caja negra nos parece más pesada que otra blanca, aunque ambas sean iguales.
Si nos rodeamos de símbolos asociados con la impulsividad y la irreflexión, sacaremos peores puntuaciones en un test que si las imágenes transmiten ponderación y cultura. Dos investigadores holandeses propusieron a varios voluntarios que imaginaran a un profesor y que apuntaran en una hoja las características de ese respetable oficio, mientras otro grupo de personas hizo lo mismo, pero esta vez describiendo a una panda de hooligans.
A continuación, los participantes tuvieron que responder a 42 preguntas del juego de mesa Trivial Pursuit. El resultado fue que el primer grupo acertó el 55,6 %, y el segundo, el 42,6 %. No se trata de una diferencia escandalosa, pero bastaba para aprobar o suspender el examen de Trivial.
Así pues, somos más despiertos si nos rodean símbolos que refuerzan esa cualidad, y al contrario, algo que llega afectar de modos asombrosos.
Culturalmente, sigue estando muy arraigada la falsa idea de que las rubias no son demasiado avispadas; de tal manera que hasta puede entorpecer el entendimiento el mero hecho de pensar en ello. Es lo que sugiere un estudio de la Universidad de Nanterre, en Francia, que apareció en el Journal of Experimental Psychology. Los sujetos debían resolver una serie de preguntas de cultura general tras mirar diversas fotografías de mujeres. La puntuación más baja fue obtenida por los voluntarios que contemplaron las imágenes de chicas con pelo claro. Thierry Meyer, coautor del estudio, sostiene que su resultado prueba que los tópicos, de alguna manera, se contagian.
En general, la ropa que vestimos y todo nuestro look afectan no solo en el modo que nos perciben los demás, sino también a nuestra propia conducta. Como escribió la experta en moda francesa Yvonne Deslandres (1923-1986): “Uno se equivoca al decir que el hábito no hace al monje. En el plano social, lo que se da es justamente lo contrario, y el comportamiento no solo aparece estrechamente ligado al traje, sino que este es algo así como el signo visible de cada función social”.
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