Muy Interesante.- Cada época acuña su propio vocabulario, que a veces sobrevive con el paso del tiempo.
Las palabras, de algún modo, explican el tipo de sociedad donde nacen y se utilizan. En su libro De estraperlo a #postureo (Larousse), la periodista Mar Abad recorre los últimos cien años de historia de España seleccionando el repertorio lingüístico más característico de cada generación.
Por ejemplo, de los años cuarenta y cincuenta recupera los pololos, un tipo de pantalón corto usado por los niños; los serenos, que recorrían las calles de las ciudades abriendo los portales a los trasnochadores; el biscúter, popular vehículo poco más grande que una moto; y el adjetivo repipi, que definía a la persona afectada y pedante. Y como en aquellos tiempos la gente se lo pensaba dos veces antes de tirar los objetos de uso cotidiano, paragüero no solo designaba el lugar donde se guardaban los paraguas, sino también el oficio de quienes los arreglaban.
Luego, en los sesenta y setenta, se pusieron de moda minifalda –o mini–, jipi, vaqueros, cheli, molar y picú. Este último procede del inglés pick up, que era como se llamaban los primeros tocadiscos, imprescindibles en aquellos guateques donde se bailaba música yeyé.
A los ochenta y noventa nos remiten footing, fistro o comecocos, y entonces se hicieron populares expresiones como “nasti de plasti” y “lo llevas clarinete”.
Para finalizar este recorrido queda referirnos al legado de los milennials, que han acuñado trol, meme, cuñadismo, hípster o ninis, término este último que daba nombre a los jóvenes que vivían en casa de sus padres y ni estudiaban ni trabajaban. De esta época es asimismo una de mis favoritas por su sonoridad y significado: los pagafantas, esos muchachos a los que las chicas quieren siempre, exclusivamente, como amigos. ¡Ay!
No acentúes sin necesidad
Hay palabras que suscitan más vacilaciones que otras a la hora de poner la tilde –o no, como en los casos que aparecen a continuación–. La Fundación del Español Urgente del BBVA, Fundéu, ha elaborado una lista con algunas de ellas.
Por ejemplo, heroico o estoico, donde la pareja de vocales ‘oi’ forma diptongo y, por tanto, no exige acento ortográfico. Ocurre algo parecido con hubierais, hubieseis, fuerais y fueseis, todas ellas formas verbales llanas –se silabean hu-bie-rais– terminadas en ese. Y lo mismo se aplica a construido, derruido y gratuito, acabadas en vocal. Tampoco llevan tilde examen, resumen y origen, puesto que son llanas terminadas en ene, aunque sí lo hacen –de ahí la confusión– sus plurales esdrújulos: exámenes, resúmenes y orígenes.
Y un último ejemplo problemático: continuo, escrito así cuando es adjetivo; continúo, en su forma presente del verbo continuar; o continuó, pretérito indefinido.
¡Horror, un payaso!
Los seres humanos somos susceptibles de sufrir decenas de fobias, y todas llevan llamativos nombres procedentes del griego: la aicmofobia es el miedo irracional a las agujas u objetos cortantes; la dinofobia, a sentir vértigo; y la triscaidecafobia, al número trece.
Una de las más curiosas es la coulrofobia, la aversión incontrolada hacia los payasos, explotada recientemente por la por la película It. Este temor lo padece, por ejemplo, el actor estadounidense Johnny Depp, quien alguna vez ha declarado que los clowns le resultan sencillamente espeluznantes.
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